Frases de Angosta - 2

21. El golpe definitivo contra las piedras de la muerte coincidía con la entrada en el Averno, destino ineluctable de todos los suicidas, según nuestra amorosa religión verdadera. Cuenta una leyenda angosteña que todos los suicidas, al caer, se convierten en arbustos o guijarros y luego en árboles, en pájaros o en piedras. Esta intuición poética obedece probablemente al hecho incontrovertible de que allí es imposible rescatar los cadáveres.


22. Quizá la única ceremonia de la religión de sus padres que para él guardaba todavía algún encanto: acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir. Polvo. No alma, no espíritu o carne que resucita, sino la pura verdad a secas: polvo, ripio de estrellas, que es la sustancia de la que todos estamos hechos, sin ninguna esperanza de que el polvo vuelva a ordenarse hasta formar al único ser humano en que consiste cada uno.


23. Las bibliotecas de los críticos suelen ser estupendas, primero por la inmensa cantidad de libros (no los compran, se los mandan de regalo las editoriales, con dedicatorias lambonas de los autores, que intentan pagar con halagos y por anticipado una reseña favorable) y segundo porque la mayoría de ellos permanecen intonsos, como nuevos, no teniendo el crítico ni tiempo ni ganas de leer los libros que reseña. En Angosta se sabía que el lema de Afamador era el siguiente: reseño los libros antes de leerlos; así, cuando los leo, ya sé qué pensar de ellos.


24. Los padres de Candela habían llegado a la ciudad de abajo a finales de siglo, desplazados de un pueblo de la costa, Macondo, que había sido diezmado, primero por las matanzas oficiales y luego por las burradas de la guerrilla, las amenazas de los narcos y las masacres de los paramilitares. Lo habían perdido todo: la casa, la inocencia, el entusiasmo, la fantasía, la confianza en la magia y hasta la memoria. De su aldea de casas de barro y cañabrava, de los espejismos del hielo, la astrología y la alquimia, sólo recordaban la lluvia interminable o la sequía infinita en la parcela ardiente donde intentaban en vano cultivar raíces de yuca y de ñame para los sancochos sin carne. Habían llegado a Angosta con lo puesto, salvo un pescadito de oro que su madre había heredado de un bisabuelo, y lo cuidaba como la niña de sus ojos, después de un viaje a pie de veintiseis días por ciénagas, selvas, páramos y cañadas.

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