Frases de Memorias de una Geisha - 2

29. (...) Las geishas son todavía más supersticiosas que los pescadores. Una geisha nunca sale a ejercer sus funciones hasta que alguien no encienda un pedernal en su espalda para favorecer la buena suerte.


30. Ahora en Japón han desaparecido los condes y los barones, pero antes de la Segunda Guerra Mundial sí que los teníamos, y el Barón Matsunaga se encontraba entre los más ricos.


31. No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido, un pueblecito de la costa del Mar de Japón.


32. Además de su ilimitada paciencia, de su buena voluntad para dejarlo todo para leer cuando necesitaba su opinión y de su franqueza y extremada inteligencia, me ha hecho los mejores dones: constancia y comprensión.


33. Cada vuelta de la rueda de la vida traería un nuevo obstáculo a mi paso; y, claro está, eran los obstáculos y las preocupaciones lo que le había proporcionado a mi vida su intensidad.


34. Todos coincidimos en que el kimono más hermoso era uno en el que estaba representado el paisaje de la ciudad de Kobe, que está situada en la ladera de una abrupta montaña que cae directamente sobre el océano.


35. Bajo las ropas elegantes y el dominio de las artes de la danza, que bajo mi amena y sagaz conversación, mi vida no tenía ninguna complejidad, sino que era tan simple como una piedra que cae por su propio peso.


36. Cuando tu país ha perdido una guerra y el ejército invasor entra en masa, te sientes continuamente como si estuvieras en un campo de ejecución, esperando de rodillas con las manos atadas a la espalda a que caiga el sable sobre ti.


37. La adversidad es semejante a un vendaval. Y no me refiero sólo a que nos impida ir a lugares a los que de no ser por ella habríamos ido. También se lleva de nosotros todo salvo aquello que no se puede arrancar, de modo que cuando ha pasado nos vemos cómo realmente somos, y no cómo nos habría gustado ser.


38. Las geishas no tienen la obligación de hacer voto de silencio, pero su existencia se basa en la convicción, típicamente japonesa, de que lo que sucede durante la mañana en la oficina y lo que pasa por la noche tras unas puertas bien cerradas son cosas muy distintas, y han de estar separadas, en compartimentos estancos. Las geishas sencillamente no dejan constancia de sus experiencias.


39. Cuando una geisha se despierta por la mañana es una mujer como cualquier otra. Puede que tenga el cutis grasiento tras las horas de sueño y que le huela mal el aliento. Cierto es que puede llevar un peinado asombroso, pero en cualquier otro respecto es una mujer como todas, y no es una geisha. Sólo cuando se sienta ante el tocador para maquillarse se convierte en geisha. Y no me refiero a que esto suceda cuando empieza a parecerse físicamente a una geisha, sino a cuando empieza a pensar como una geisha.


40. (...) Sayuri tenía claro que prefería dictar sus memorias a escribirlas ella misma, porque, como me explicó, estaba tan acostumbrada a hablar cara a cara que no sabría qué hacer si no hubiera nadie escuchándola en la habitación. Yo acepté, y el manuscrito me fue dictado en el transcurso de dieciocho meses. Hasta que no empecé a preocuparme por cómo traducir todos sus matices, no fui plenamente consciente del dialecto de Kioto que empleaba Sayuri - en el que las geishas se llaman geiko, y los kimonos, obebe-. Pero desde el principio me dejé arrastrar a su mundo.


41. El kimono de la joven geisha de los dientes grandes que había visto en Senzuru, el pueblo del señor Tanaka, me había impresionado; Pero éste era azul turquesa, con líneas color marfil que imitaban los remolinos de un arroyo. Brillantes truchas plateadas nadaban en la corriente, y en la superficie del agua se formaban anillos dorados en donde la rozaban las tiernas hojas de un árbol. Sin duda, la túnica estaba tejida en seda pura, como el obi, que estaba bordado de verdes y amarillos pálidos. Y la ropa no era lo único extraordinario en ella; También llevaba la cara pintada con una espesa capa blanca, como una nube iluminada por el sol. Sus negros cabellos, moldeados con ondas, brillaban como la laca y estaban decorados con adornos de ámbar y con un pasador del que colgaban unas tiritas plateadas que relucían con sus movimientos.

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