01. Si logro encontrarlo, podré escapar; si no, valeroso forastero, temo haberos mezclado en mis desdichas: Manfredo sospechará que sois cómplice de mi fuga, y seréis víctima de su resentimiento.
02. Sois un hombre prudente, y aunque el ardor de mi temperamento me traicione con algunas expresiones impropias, honro vuestra virtud y deseo deberos la tranquilidad de mi vida y la conservación de mi familia.
03. Las puertas de vuestra prisión están abiertas. Mi padre y sus criados se han ausentado, pero pueden regresar pronto. ¡Poneos a salvo y que los ángeles del cielo os guíen! ¡Sin duda vos sois uno de esos ángeles!
04. Un terrible silencio reinaba en aquellas regiones subterráneas, salvo, de vez en cuando, algunas corrientes de aire que golpeaban las puertas que ella había franqueado, y cuyos goznes, al rechinar, proyectaban su eco por aquel largo laberinto de oscuridad.
05. La Iglesia es una madre indulgente, así que mostradle vuestras angustias, pues sólo ella puede llevar consuelo a vuestra alma, bien satisfaciendo vuestra conciencia o, tras el examen de vuestras reservas, devolviéndoos la libertad y poniendo a vuestro alcance los medios lícitos para la continuidad de vuestro linaje.
06. Avanzaba sin hacer ruido, en la medida que su impaciencia se lo permitía, aunque se detenía a menudo y aguzaba el oído para saber si la seguían. En uno de esos momentos pensó oír un suspiro. La sacudió un temblor y retrocedió unos pocos pasos. Creyó oír andar a alguien. Se le heló la sangre, pues dedujo que se trataba de Manfredo.
07. No se había internado mucho cuando creyó oír los pasos de alguien que parecía precederle. Firmemente convencido de cuanto nuestra sagrada fe nos enseña, Teodoro no creía que las buenas personas sean abandonadas sin causa a la maldad de los poderes de las tinieblas. Consideró más probable que el lugar estuviera infestado de ladrones antes que de esas criaturas infernales que, según cuentan, molestan y aterrorizan a los viajeros.
08. En ese mismo momento, un trueno sacudió el castillo hasta sus cimientos. La tierra se estremeció, y por atrás se oyó el entrechocar metálico de una armadura sobrenatural. Federico y Jerónimo creyeron que el día postrero había llegado. El segundo, arrastrando con ellos a Teodoro, corrió al patio. En el momento que salió Teodoro, los muros del castillo a la espalda de Manfredo se derrumbaron por efecto de una poderosa fuerza, y la silueta de Alfonso, dilatada hasta una inconcebible magnitud, apareció en el centro de las ruinas.