Frases de La tierra que pisamos

La tierra que pisamos

8 frases de La tierra que pisamos de Jesús Carrasco... Novela que habla del modo en que nos relacionamos con la tierra, con el lugar en el que nacemos, pero también con el planeta que nos sostiene. Desde el atroz mercantilismo hasta la emoción de un agricultor.

Los principales temas, lugares o acontecimientos históricos que destacan en el libro de Jesús Carrasco son: resiliencia, vida rural, trabajar la tierra, mercantilismo, amor por la naturaleza, agricultura, ambientada en españa, búsqueda de sentido, empatía, poder del amor.

Frases de Jesús Carrasco Libros de Jesús Carrasco

Frases de La tierra que pisamos Jesús Carrasco

01. Toma un puñado de tierra, se lo lleva a la nariz, lo aspira y entrecierra los ojos como si catara un vino.


02. Y la patria, aquel sustento, con sus mitos y sus heroicos próceres. Pura morfina para separarnos de los otros, que también son hombres, cuyo sometimiento ahora me resquebraja.


03. (...) Puede que lo que quieran de ellos no sea fuerza de trabajo sino, simplemente, someterlos a una humillación ejemplar. Quizá son prebostes en sus comunidades y en el momento de la invasión no han puesto el cuello, como los demás, sino que han elevado sus voces. O tal vez son hombres instruidos, médicos, traductores, conocedores de la tradición. Su delito ha sido su saber, porque el conocimiento enerva a los poderosos. Todo lo que no tiemble ante el acero afilado de una espada ha de ser aniquilado.


04. Hoy me ha despertado un ruido en mitad de la noche. No un ronquido de Iosif, que, raro en él, a esa hora dormía a mi lado en silencio, medio hundido en la lana del colchón. He permanecido tumbada, con la mirada detenida en las vigas de haya que sustentan el techo, apretando fuertemente las sábanas en busca de una firmeza que el lino, tan sutil, me ha negado.


05. (...) Pero, claro, ¿Qué puedo decir yo, que tantas veces he notado el pocillo de las monedas revuelto por la mujer que regularmente sube del pueblo para limpiar la casa y lavar la ropa? Su cercanía me resulta tan desagradable como la de la mayor parte de los lugareños con los que me he cruzado: holgazanes, gregarios, oscuros. Y el jardinero, ¿Cuántas veces he tenido que darle dinero para que compre herramientas nuevas? ¿Qué sería de esta gente sin nosotros?


06. Tomas tu escudilla y te apartas y, sin saberlo, te envenenas, como yo lo he hecho. Tú también eres un odre podrido, hinchado por esa misma bilis que a mí me corroe. Y lo cierto es que te hemos hostigado hasta reducirte a la murmuración. Hemos violentado en ti, en vosotros, lo que hasta ese momento os había sostenido. Y tú, qué otra cosa podías hacer, has terminado pensando que tu ausencia es el único refugio, y tu piel, la única frontera.


07. ¿Puede un lugar habitarse para siempre? Los cuerpos en la tierra, los cuerpos bajo el sol. El aire que los envuelve. El dolor, que es el mismo para todos. ¿Acaso no estamos hermanados por él? Me viene a la memoria algo que presencié de niña. Una hija le canta a su madre anciana una vieja canción de arrabal. La mujer intenta acoplarse a la letra, acompañar a su hija, pero la cara se le arruga. Esa música, tantas veces cantada en los portales de la ciudad tomada, vuelve ahora, tantos años después, a sus oídos y no puede evitar las lágrimas. Las herramientas nos unen a la tierra, las melodías se nos graban en el rincón más oculto de la mente y del corazón. Anidan en las profundidades, como el recuerdo de los olores. Alguna vez a lo largo de la vida, quizá ya mayores, rebuscando en la despensa, un aroma regresa a nosotros y entonces reverdecen los recuerdos de aquel tiempo primitivo. La melodía que hace llorar a la anciana. El dolor que nos une. Quien ha perdido a un hijo los ha perdido a todos.


08. Siento que este desasosiego es, quizá, el mismo al que Iosif se refería paternalmente como "nervios". "Cosas de mujeres", me decía, y seguía con su periódico. Cosas de mujeres, me repito yo ahora. Me pregunto, más bien. Al principio yo misma lo asumía con naturalidad. Una sensibilidad que, sin previo aviso, nos quiebra y vuelve nuestra naturaleza incompatible con el orden. Una especie de enfermedad cuyos síntomas nos hacen repentinamente vulnerables. Locuras transitorias, encierros, aguas termales, sangrías, yodos, sahumerios. Luego, quizá a medida que Iosif fue mermando y que su voz ya no tronaba, fui rebelándome contra esa idea. No eran nervios sino exposición, y hasta entrega, a una dimensión de la realidad más profunda y dolorosa de la que haya conocido en ningún hombre. Ahora, al final, quizá tenga que darle la razón a Iosif y admitir que esta duda que me colapsa sea cosa de mujeres. Él, desde luego, habría echado al intruso a golpes el primer día. Puede, incluso, que le hubiera disparado y luego hubiera esperado a la patrulla tomándose un jerez. Iosif no habría llegado a tener mis dudas porque, como buen soldado, habría aplastado al enemigo mucho antes de que éste hubiera podido reunir al ejército de inocentes que ahora carga contra mí.

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