Frases de El elogio de la sombra - 2

17. (...) Pero eso que generalmente se llama bello no es más que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran o no, en viviendas oscuras, descubrieron un día lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.


18. En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.


19. Un amante de la arquitectura que quiera construirse en la actualidad una casa en el más puro estilo japonés tendrá que preparase a sufrir numerosos sinsabores con la instalación de la electricidad, el gas y el agua y, aunque no haya pasado personalmente por la experiencia de construir, bastará con que entre en la sala de una casa de citas, de un restaurante o de un albergue para apreciar el esfuerzo empleado en integrar armoniosamente tales dispositivos en una estancia de estilo japonés.


20. (...) Precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.


21. Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shòji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir.


22. Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente, han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento.


23. Los chinos también aprecian esa piedra llamada jade: ¿Acaso no es preciso ser extremo-oriental, como nosotros, para encontrar atractivos esos bloques de piedra extrañamente turbios que atesoran en lo más recóndito de su masa unos fulgores fugaces y perezosos, como si se hubiese coagulado en ellos un aire varias veces centenario? ¿Qué es lo que nos atrae en esa piedra que no tiene ni el colorido del rubí o de la esmeralda ni el brillo del diamante? Lo ignoro, pero ante esa turbia superficie, siento que esta piedra es específicamente china, como si su cenagoso espesor estuviese formado de aluviones depositados lentamente desde el pasado lejano de la civilización china, y tengo que reconocer que no me sorprende la predilección de los chinos por esos colores y sustancias.


24. Nuestros contemporáneos, que viven en casas claras, desconocen la belleza del oro. Pero nuestros antepasados, que vivían en mansiones oscuras, experimentaban la fascinación de ese espléndido color, pero también conocían sus virtudes prácticas. Porque en aquellas residencias pobremente iluminadas, el oro desempeñaba el papel de un reflector. En otras palabras, el uso que se hacía del oro laminado o molido no era un lujo vano, sino que, merced a la razonable utilización de sus propiedades reflectantes, contribuía a dar todavía más luz. Si se admite esto se comprenderá el extraordinario favor de que gozaba el oro: mientras que el brillo de la plata y de los demás metales se apaga muy deprisa, el oro en cambio ilumina indefinidamente la penumbra interior sin perder nada de su brillo.

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