23. (...) En ese momento debería haberme presentado ante Eicke o el Reichführer de las SS (Himmler) y declarar que no me consideraba apto para servir en un campo de concentración, ya que me identificaba demasiado con los prisioneros. Sin embargo, no tuve el valor de hacerlo, pues no quería descubrir mi estado de ánimo y confesar mi debilidad, y era demasiado obstinado para reconocer abiertamente que me había equivocado al renunciar a mis actividades agrícolas. Tras unirme voluntariamente a las SS, me había habituado demasiado al uniforme negro para renegar de él. (...) Me debatía mucho entre la convicción personal y la fidelidad al juramento que había prestado a las SS y al Führer.
24. Desde las primeras incineraciones al aire libre se observó que el método, a la larga, no sería utilizable. Cuando hacía mal tiempo o demasiado viento, el olor se esparcía varios kilómetros a la redonda y toda la población de los alrededores empezaba a hablar de la incineración de judíos, pese a la propaganda del partido y de los órganos administrativos. Todos los SS que participaban en la acción de exterminio habían recibido la severa orden de guardar silencio. Sin embargo, cuando después las autoridades de las SS iniciaron ciertos sumarios, se descubrió que los acusados no habían respetado esta consigna de silencio. Ni siquiera las penas más severas podían impedir los rumores.
25. Tuve varias oportunidades de hablar largo y tendido con Eichmann sobre la solución definitiva del problema judío hasta en sus pormenores. Nunca le hablé de mis angustias personales, sino más bien traté de descubrir las íntimas y verdaderas convicciones de mi interlocutor. Para llegar a eso, no podía titubear ante ningún medio. Pero, ni los tragos más fuertes ni la ausencia de todo testigo indiscreto le hacían desdecirse de su punto de vista: con demente obstinación, preconizaba el aniquilamiento de todos los judíos a los que se pudiera echar mano. Había que proseguir el exterminio, decía, con toda la rapidez posible y sin piedad alguna. Tener la menor consideración significaba lamentarlo, después, con amargura.
26. El campo de Sachsenhausen, donde antes casi no había judíos, ahora estaba literalmente infestado de ellos. La corrupción, prácticamente desconocida hasta entonces, apareció masivamente bajo las formas más diversas. Para los detenidos "verdes" (los delincuentes), los judíos eran materia de explotación y, por lo tanto, los acogieron con alegría. (...) Esos judíos rivalizaban en todo entre ellos. Trataban de agenciarse una función cualquiera y, una vez que habían ablandado a los Kapos, se inventaban nuevos puestos en los que trabajar. No vacilaban en presentar falsas acusaciones contra sus compañeros con tal de alcanzar cierta estabilidad. Y, cuando llegaba a ser "alguien", se dedicaban a oprimir sin piedad a los de su raza, superando en todos los sentidos a los "verdes".
27. Mis funciones me obligaban a asistir al desarrollo de la operación. Debía permanecer allí de noche y de día mientras sacaban los cadáveres, los incineraban, les arrancaban lo dientes de oro o les cortaban el pelo. Esos horrores duraban horas, pero yo no podía alejarme, ni cuando cavaban los osarios, que despedían un olor espantoso, ni cuando quemaban los cadáveres. A petición de los médicos, también me tocó observar cómo morían las víctimas a través de los tragaluces de las cámaras de gas. No podía escapar a nada de eso porque era yo aquel a quien todos miraban. Debía mostrar al mundo que, no contento con dar órdenes, asistía a las operaciones en todas sus fases, como yo lo exigía también a mis subordinados.
28. Recuerdo perfectamente la primera vez que presencié un castigo corporal. (...) Después, cuando como soldado raso me tocaba presenciar esos castigos, procuraba ubicarme en las últimas filas. Y, cuando ya por fin ascendí a jefe de compañía, intentaba escabullirme siempre que podía, sobre todo en el momento de los golpes. Esto no era demasiado difícil, pues nada complacía más a mis colegas que reemplazarme. Cuando ascendí a Rapportführer, y más tarde, a Schutzhaftlagerführer, ya no podía tomarme esa libertad y mi deber me repugnaba. Por fin, siendo comandante del campo y, por lo tanto, responsable de ordenar la aplicación del castigo corporal, muy rara vez presencié su cumplimiento. Por otra parte, nunca autoricé sin meditarlo cuidadosamente la aplicación de esta forma de castigo. No sabría explicar por qué, pero me producía especial aversión.
29. Todo enemigo del Estado que osara levantar la cabeza, todo aquel que intentase sabotear el esfuerzo de guerra, debía ser aniquilado. Tal era la voluntad del Führer. Eicke, por otra parte, inspirándose en esa consigna exigía a sus subordinados que inculcasen a los reservistas llamados a servir en los campos una dureza implacable contra los prisioneros. (...) ¡Cuántas veces tuve que esforzarme por aquel entonces para parecer duro e implacable! Pensaba que se me exigía realizar un esfuerzo sobrehumano; sin embargo Eicke exigía que fuésemos aún más severos e inclementes con los prisioneros. Afirmaba que un SS debía ser capaz de aniquilar a sus propios padres si éstos ofendían al Estado o traicionaban el ideario de Adolf Hitler. "¡Sólo una cosa debe contar: la orden dada!", rezaba el membrete del papel en que escribía sus cartas.
30. Obsesionado por mi trabajo, no quería dejarme vencer por las dificultades: era demasiado ambicioso para eso. Cada nuevo obstáculo no hacía sino estimular mi afán. Es de suponer que la multitud y variedad de mis tareas me dejaban poco tiempo para ocuparme personalmente de los presos. Me veía obligado a confiar esta actividad a subalternos tan poco recomendables como Fritzsch, Meier, Seidler y Palitzsche, los cuales sabía que no administrarían el campo conforme a mis ideas e intenciones. Pero yo no podía estar en todo. Se me imponía una elección: o me ocupaba sólo de los presos o dedicaba toda la energía posible a la reconstrucción y el ensanche del campo. En ambos casos había que consagrarse por entero, sin posibles términos medios. Ahora bien: la construcción y el ensanche del campo eran mi labor esencial.
31. La orden de Himmler comunicada por la oficina de Eichmann prescribía en un primer momento exterminar, sin excepción alguna, a todos los judíos que llegaran a Auschwitz. Esta orden fue, en efecto, aplicada a todos los judíos procedentes de la Alta Silesia; pero, cuando empezaron a llegar los primeros convoyes de judíos alemanes, se nos ordenó seleccionar a todos los judíos, hombres o mujeres, aptos para el trabajo y emplearlos en la producción de armas. (...) En los campos de concentración ya habían surgido, y continuaban desarrollándose importantes fábricas de armamento. Al mismo tiempo, se empezaba a emplear a los reclusos en empresas de armamento fuera de los campos. En consecuencia, pronto se sintió una verdadera falta de reclusos, cuando los comandantes de los antiguos campos del interior del Reich antes se veían obligados a buscar ocupación para el excedente de presos.
32. Una media hora después de introducir el gas, se abría la puerta y se ponía en funcionamiento el ventilador. Los cuerpos no exhibían marcas especiales: no había contorsiones ni cambio de color. Sólo cuando permanecían varias horas tendidos en el suelo dejaban el típico rastro de los cadáveres. Era muy raro encontrar excrementos. Tampoco había lesiones en los cuerpos, y los rostros no estaban crispados. A continuación, el comando especial se ocupaba de arrancar los dientes de oro y de cortar el cabello a las mujeres. Luego, los cuerpos eran subidos en ascensor a la planta baja, donde los hornos ya estaban encendidos. Según la dimensión de los cadáveres, se podía introducir en cada uno de ellos hasta tres a la vez. La duración de la incineración dependía también del tamaño de los cuerpos.
33. No menos extraña me parecía la conducta de los hombres de los Sonderkommandos. Ellos sabían perfectamente que, al término de aquella operación, sufrirían la misma suerte que los millares de hombres de su raza que habían ayudado a exterminar. Con igual indiferencia retiraban los cuerpos de las cámaras de gas, les arrancaban los dientes de oro, les cortaban el pelo y los arrastraban hasta la fosa común o a los hornos crematorios. Mantenían vivo el fuego en los montones de cadáveres, removiéndolos para que llegara el aire. Todas esas tareas las ejecutaban con aire de total indiferencia, como si se tratara de algo absolutamente normal. Comían y fumaban mientras arrastraban los cadáveres. No renunciaban a sus comidas, ni siquiera cuando tenían que ejecutar el trabajo más horrible: incinerar los cuerpos que habían quedado amontonados durante un tiempo en las fosas comunes.