23 frases de Por el camino de Swann (Du coté de chez Swann) de Marcel Proust... Primer volumen de los siete que componen "En busca del tiempo perdido", donde el narrador introduce al lector en su universo literario de rememoraciones de la infancia y la historia de amor y celos de Swann por Odette.
Los principales temas, lugares o acontecimientos históricos que destacan en el libro de Marcel Proust son: autobiografía, obras cumbres de la literatura universal, infancia, aristocracia, historia de amor, relaciones personales, celos, obsesión por el tiempo, primer amor, moral burguesa.
Frases de Por el camino de Swann Marcel Proust
01. Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás.
02. Imaginándose que en una cosa real se puede saborear el encanto de lo soñado.
03. Querernos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamiento les prestaba la proximidad de ciertas ideas.
04. Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia.
05. El amor físico, tan injustamente difamado, obliga de tal modo a un ser a poner de manifiesto hasta las menores partículas de bondad y de desprendimiento que en sí lleve, que estas virtudes acaban por resplandecer a los ojos de las personas que más de cerca la rodean.
06. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
07. (...) Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte?
08. Ir a Florencia, a Parma, a Pisa, a Venecia, me habría dado cuenta de que lo que yo veía no era una ciudad, sino algo tan diferente de todo lo que yo conocía, tan delicioso como podría ser para una humanidad, cuya, vida se desarrollara siempre en anocheceres de invierno, la desconocida maravilla de una mañana de primavera.
09. Tengo en casa toda clase de cosas inútiles. Sólo me falta lo necesario, es decir, un gran espacio de cielo, como aquí. Procura guardar siempre por encima de tu vida un buen espacio de cielo... Tienes un alma muy buena, poco usual, y una naturaleza de artista, así que no consientas que le falte lo que necesita.
10. La realidad que yo conocí ya no existía (...) Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad (...) el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.
11. Hay días montuosos, difíciles, y tardamos mucho en trepar por ellos; y hay otros cuesta abajo, por donde podemos bajar a toda marcha, cantando. Durante aquellos meses -en que yo volvía, como sobre una melodía, sin hartarme sobre aquellas imágenes de Florencia, de Venecia y de Pisa, que despertaban en mí un deseo tan hondamente individual, como si hubiera sido un amor, amor a una persona- yo no dejé de creer, por un momento, que dichas imágenes correspondieran a una realidad independiente de mí, y me hicieron sentir esperanzas tan hermosas como la que pudo tener un cristiano de los tiempos primitivos en vísperas de entrar en el paraíso.
12. ¿Y me habría atrevido acaso a hablarle si la hubiera encontrado? Creo que me habría tomado por un loco; yo no creo que existieran verdaderamente fuera de mí los deseos que formaba durante aquellos paseos, y que no lograban realización, ni creía que los demás pudieran participar de ellos. Se me aparecían tan sólo como creaciones puramente subjetivas, impotentes e ilusorias de mi temperamento. Ningún lazo las unía con la Naturaleza ni con la realidad, que desde ese momento perdía todo encanto y significación, y ya no era para mi vida más que un marco convencional, como es para la ficción de una novela el asiento del vagón donde la va leyendo el viajero para matar el tiempo.
13. ¡Qué cosas va a buscar la gente hoy en día! Y lo malo es que va a buscarlas a la iglesia.
14. Lo que quiero tener es, ante todo, su sonrisa, y lo que le pido a usted es un retrato de su sonrisa.
15. (...) Y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
16. El recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente, son tan fugitivos como los años.
17. Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí.
18. Cuando un hombre está durmiendo tiene en torno, como un aro, el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos.
19. ¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!
20. Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida.
21. Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía. Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos.
22. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡Quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas -también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos -, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
23. Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal.