Frases de Miel para los osos

Miel para los osos

7 frases de Miel para los osos (Honey for the bears) de Anthony Burgess... Paul y su esposa viajan a Leningrado, pero pronto su viaje turístico se convierte en una auténtica pesadilla y su único deseo será volver a su país de cualquier forma.

Frases de Anthony Burgess

Frases de Miel para los osos Anthony Burgess

01. Usted viva su vida; nadie puede hacerlo por usted.


02. La vida consiste en adaptarse y volver a adaptarse.


03. Te amé...Y quizás este amor no haya muerto en mi corazón, que nada te turbe, no quiero que nada te entristezca. Te amé en silencio y sin esperanza, en ocasiones casi muerto de alegría, en otras celoso. Te amé sinceramente...Y con tal ternura que ojalá Dios permita que otro te ame así alguna vez.


04. Si no puede aguantar la bebida es mejor que lo deje.


05. Si ustedes dos, tortolitos, han terminado ya de darle a las mandíbulas será mejor que nos pongamos en camino. Lamento que no haya tarta de bodas, pero no se puede tener todo. El embarque es a las diez. Ya les he pedido una máquina de turistas, como la llaman ellos. Soborno, soborno, soborno. Con diez rublos vale. La corrupción será la ruina de este país.


06. O sea que el hombrecillo vivía feliz con sus trastos viejos y sus libertades y sus sueños. Pero en los dos reinos existía más temor que felicidad, temor a la guerra y a las grandes armas mágicas que con su grandioso poder podían reventar el mundo entero. Así que le dijeron al hombrecillo: ¿No tienes miedo? Y él contestó: claro que sí, siempre hace falta algo que temer: la cólera divina (bozbyest vyennuiy grom), o el fin del mundo; esos miedos son la sal de la vida. Y le dije ron: pero esos temores no son de verdad, no son modernos, tienes que tener otros.


07. Fue un paseo fatigoso hasta las cancelas del puerto. Nunca había pensado que una tarde veraniega tan al norte pudiera ser tan cálida, educado como estaba en aquella imagen occidental de los leningradeses siempre vestidos con pieles. Después de ver raíles de tranvía, fardos, siluetas de barcos ahora se le ofrecían tristes praderitas, una señal modesta que indicaba el camino a la ciudad (¿Y por dónde si no, con el mar a la espalda?). Mas allá una arcada que se caía a trozos, retratos monstruosamente ampliados del soviet de Leningrado como un comité de recepción en el que ninguno de los rostros manifestara bienvenida alguna; el funcionario bajito y rechoncho que, con una preocupación más estética que burocrática, admiró largo rato la fotografía de la fotogénica Belinda, fotografía que estaba desprendida y se acomodaba entre las páginas del pasaporte de Paul; salir después a una visión de espantosa miseria, los tinglados tan parecidos a los de Manchester, necesitados de una mano de pintura bajo aquel cielo quatrocento de un soberbio azul dorado; un fuliginoso jardín atrofiado, unas urnas ornamentales ruidosas y llenas de colillas, gentes andrajosas que descansaban, carteles exhortativos; obreros sovieticos que esperaban autobuses o taxis. Por primera vez, Paul fue consciente de que llevaba el capitalismo escrito hasta en el mismo corte de sus ropas. En aquel escenario no encajaban siquiera sus pantalones de sarga ni su ajada chaqueta de sport comprada en Harris. Era la venganza exigida por el proletariado con gorra y sin corbata: se daba cuenta de que era la primera vez que veía de verdad al proletariado. Deseaba coger un taxi cuanto antes para huir hacia el mundo normal y lujoso, construido, por efímero que fuera, para los turistas capitalistas (beber a salvo alrededor de una mesa, reír, consciente de la superioridad propia en relación con los nativos del exterior). Estaba avergonzado, como lo había estado su padre, John Hussey, qué bien se acordaba, cuando tenía un empleo en aquellos tiempos de paro masivo y se ponía a esperar un taxi en la parada marcada con una gran T mientras sus compañeros de cola devoraban su camisa, su corbata, sus zapatos, hasta la grasienta gabardina que llevaba al brazo. Pero, qué demonios, éstos tenían a Yuri Gagarin, al Bolshoi, a los ballets Kirov; tenían las la promesas celestiales del camarada Jruschov, tenían el monopolio de la verdad, de la belleza y de la bondad. ¿Qué más querían? Sus ropas, sus maletas de piel de cerdo: eso era lo que querían.

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