Frases de Arrancad las semillas, fusilad a los niños

Arrancad las semillas, fusilad a los niños

14 frases de Arrancad las semillas, fusilad a los niños (Memushiri kouchi) de Kenzaburo Oe... Relato de la experiencia de 15 adolescentes japoneses procedentes de un reformatorio durante la Segunda Guerra Mundial, que son evacuados hacia una remota aldea.

Frases de Kenzaburo Oe

Frases de Arrancad las semillas, fusilad a los niños Kenzaburo Oe

01. La epidemia: la terrible palabra había sido pronunciada. La palabra que inmediatamente invadiría con sus hojas y sus raíces todo el pueblo, devastadora como un tifón, y destrozaría cuanto encontrara a su paso...


02. Ni siquiera el más atrevido de nosotros habría tenido valor para echar a correr y meterse en el inmenso bosque, tranquilo como un mar en calma, pero en cuyo interior se desataban de repente terribles tempestades.


03. Eran tiempos de muerte. Igual que un prolongado diluvio, la guerra descargaba su locura colectiva, que tras invadir el cielo, los bosques y las calles, había penetrado en las personas para inundar hasta los más recónditos recovecos de sus sentimientos.


04. A fin de acallar mis gemidos, abrí la boca y jadeé como un perro. Traté de penetrar con los ojos el aire tenebroso de la noche y me preparé para el ataque de los aldeanos cogiendo piedras en mis manos heladas. No pensaba rendirme sin pelear.


05. Pero el tiempo transcurría tan despacio que parecía eterno. Pensé, irritado, que el tiempo había dejado de pasar, que, como los animales domésticos, no se movía sin la supervisión humana. Que, como los caballos o las ovejas, no daba un paso si no se lo ordenaba un adulto. Cuando el tiempo se estanca, nuestro cuerpo y nuestra mente quedan como en suspenso. No tenemos nada que hacer. Sin embargo, no hay sensación más dura, irritante y ponzoñosamente fatigante que sentir en lo más íntimo de tu ser que estás encerrado y no tienes nada que hacer.


06. Hacía frío. Era un frío extraño, un frío nuevo, que calaba hasta lo más profundo de nuestros corazones, como si hubiéramos llegado a un país de clima completamente diferente. Pensé que, sin duda, estábamos en lo más hondo del monte. Por más que juntábamos nuestros delgados hombros, temblábamos como perros. Ello se debía también a la fuerte tensión que parecía emanar del grupo reunido alrededor de la gran hoguera, y que, por simpatía, se nos había contagiado.


07. La "muerte", para mí, era mi falta de existencia dentro de cien años y dentro de varios siglos, mi falta de existencia en un futuro que se alargaría infinitamente. En aquellas lejanas eras también habría guerras, encerrarían a los niños en reformatorios, habría chicos que ofrecerían sus servicios a homosexuales y habría personas que llevarían una vida sexual completamente normal. Pero yo no lo vería. Me mordí los labios, con el pecho oprimido por el miedo, y reflexioné.


08. Pensé en la muerte y como siempre me invadió una desagradable mezcla de sensaciones: opresión en el pecho, sequedad de garganta y violentos movimientos intestinales. Era como si sufriera una especie de enfermedad crónica. Una vez que se habían apoderado de mí aquellas sensaciones y aquella agitación, no era capaz de quitármelas de encima hasta que me dormía. Y durante el día no era capaz de recordar con precisión lo que había sentido.


09. En mi imaginación veía que la epidemia se extendía por el valle con una fuerza tremenda, como un tifón, nos arrollaba a mí y a mis compañeros y nos dejaba inmovilizados. Estaba atrapado en un callejón sin salida, y todo lo que podía hacer era arrodillarme en la oscuridad del camino para recoger nieve sucia, sollozando sin parar.


10. El bloqueo de la vía no era más que un "símbolo". Simbolizaba el muro grueso, sólido e infranqueable dentro del cual nos había encerrado la hostilidad hacia nosotros de los campesinos de los pueblos que rodeaban aquella aldea perdida entre las montañas. Era claramente imposible enfrentarse a él y atravesarlo.


11. Teníamos unas ganas terribles de perder de vista aquellas alambradas de espino, de un insólito color naranja, que nos aprisionaban, pero no tardamos en darnos cuenta de que fuera de ellas seguíamos estando presos. Era como si avanzáramos por un corredor que uniera dos prisiones. La alambrada color naranja que tanto nos enfurecía se transformó en las miradas ceñudas de innumerables campesinos de manos callosas y miradas más vigilantes que las de nuestros celadores. El grado de libertad que teníamos durante el viaje era el mismo que habíamos tenido dentro del reformatorio. El único placer nuevo que nos deparó marcharnos de allí fue ver a muchos "buenos" chicos y burlarnos de ellos.


12. Durante aquel juego sin gracia, miramos un viejo reloj de pared que había sacado de una casa uno de nuestros camaradas o tratamos de calcular la hora por la posición del sol. Pero el tiempo transcurría tan despacio que parecía eterno. Pensé, irritado, que el tiempo había dejado de pasar, que, como los animales domésticos, no se movía sin la supervisión humana. Que, como los caballos o las ovejas, no daba un paso si no se lo ordenaba un adulto. Cuando el tiempo se estanca, nuestro cuerpo y nuestra mente quedan como en suspenso. No tenemos nada que hacer. Sin embargo, no hay sensación más dura, irritante y ponzoñosamente fatigante que sentir en lo más íntimo de tu ser que estás encerrado y no tienes nada que hacer.


13. Han venido a las montañas a cazar. A cazar a un hombre. Y no sólo lo buscan los cadetes, sino también los hombres del pueblo. Llevamos tres días registrando el monte sin encontrarlo. Si el desertor hubiera llegado hasta aquí, no habría podido seguir adelante. Sólo se puede llegar a nuestro pueblo, que está al otro lado del valle, en una vagoneta que se utiliza para transportar madera. A causa de la crecida del río es imposible llegar a él por carretera. Pero hemos buscado por todas partes y no lo hemos encontrado. Así que abandonamos la búsqueda y nos volvemos a casa. Seguramente el desertor se habrá ahogado en el río. De modo que aquello era una cacería. Una cacería humana. Los campesinos se dedicaban a una silenciosa cacería nocturna, armados de lanzas de bambú y azadas, en busca de un soldado acosado que había huido al monte y tal vez se hubiera ahogado en el río que bajaba crecido. Todos suspiramos, pues la imagen de aquella sangrienta cacería no podía menos que oprimir pesadamente nuestros corazones. Estábamos en medio de una guerra. Y sobre nosotros se cernían peligros desconocidos igual que una bestia salvaje dispuesta a atacarnos. ¡Vaya cacerías hacían en aquellas tierras!


14. Todos nuestros compañeros se habían apeado del camión, y el campesino, por más que trataba de estirar su corto cuerpo, tenía dificultades para bajar la bicicleta, cuya rueda delantera había quedado atrapada en la caja del camión. Me levanté de un salto, me sacudí la ropa y le ayudé empujando el frío y húmedo manillar. La bicicleta pesaba una barbaridad, y el hombre me dirigió una sonrisa débil, pero amistosa, por encima de mis brazos, temblorosos a causa del esfuerzo. Cuando la bicicleta estuvo en el suelo, me bajé de un salto, pero mi hermano titubeaba. Entonces los robustos brazos del campesino lo bajaron con ligereza, y se echó a reír tímidamente porque le hacía cosquillas. –Gracias –le dijo en voz baja, deseoso de congraciarse con él. –De nada –le respondió el campesino, que se montó en su bicicleta y se fue.

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