01. Cuando la vista de las montañas de Cumberland se desvaneció en la lejanía pensé en las primeras circunstancias descorazonadoras bajo las que se había desarrollado la larga lucha que ahora quedaba atrás. Era extraño volver la vista atrás y comprobar que la misma pobreza que nos había negado toda esperanza de conseguir ayuda, era el medio indirecto de nuestro triunfo para obligarme a actuar por cuenta propia. "La dama de blanco" (1860)
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02. Cuando una mujer cede ante engaños de más importancia, con intención de proteger sus más preciados intereses conyugales, el mal se ve incrementando proporcionalmente. El engaño, que es el arma defensiva natural utilizada por el débil contra el fuerte, deja entonces de estar confinado dentro de los límites que le asignan el respeto por uno mismo y las restricciones de la educación. En dicha tesitura, una mujer se rebajará, cegada, a actos mezquinos que le repugnarían si fueran cometidos por otra persona. "La túnica negra" (1881)
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03. A lo lejos, en la penumbra que reina al fondo, está una figura solitaria, siempre doliente, siempre inmóvil. Tiene silueta de mujer, aunque gastada, debilitada. Tiene rostro de mujer, sólo que fantasmal, impertérrito, cuyos ojos miran sin ver, cuyos labios no se mueven, cuyas mejillas jamás colorea la sangre; es un rostro que la frescura de la salud y la felicidad nunca más visitarán. ¡Qué desconsolada, qué admonitoria figura de sorda congoja y de paciente dolor para adornar el fondo de una imagen en la que priman el amor, la belleza y la juventud! "Basil" (1852)
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04. Todo lo bueno que en este mundo podamos hacer, con nuestros afectos, con nuestras facultades, se eleva al mundo eterno que está más allá, muy por encima de nosotros, como canto de alabanza que entona la Humanidad a Dios. Entre los miles, miles de tonos que en todo momento se suman para henchir la música de ese cántico, están los que suenan con más potencia y con más grandeza aquí, y están los tonos que transitan con más dulzura y con más pureza hacia el Trono Imperecedero, los que se mezclan en perfectísima armonía con el himno que canta el coro de los ángeles. Hágase esa pregunta en lo más profundo de su corazón y responda, entonces: ¿No es posible, acaso, que la vida más oscura, una vida incluso como la mía, se dignifique gracias a una aspiración duradera dedicada a un noble propósito? "Basil" (1852)
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05. -Mr. Jennings, ¿Conoce usted, por casualidad, al Robinsón Crusoe? Le respondí que lo había leído de niño. - ¿Nunca más desde entonces? -inquirió Betteredge. -Nunca más. Dio unos pasos hacia atrás y me miró con una expresión de compasiva curiosidad, atemperada por un horror supersticioso. -No ha leído al Robinsón Crusoe desde que era un niño -dijo Betteredge dirigiéndose a sí mismo..., no a mí-. ¡Veamos qué efecto le produce ahora Robinsón Crusoe! Abriendo una alacena que se hallaba en un rincón extrajo de ella un volumen polvoriento cuyas páginas estaban dobladas en las esquinas y el cual exhaló un intenso olor de tabaco viejo en cuanto se puso él a hojearlo. Luego de haber dado con el pasaje a cuya búsqueda se había, al parecer, lanzado, me rogó que lo acompañara hasta uno de los rincones; siempre con su aire misteriosamente confidencial y hablando en un cuchicheo. "La piedra lunar" (1868)
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06. -Dame fuego, Betteredge. ¿Se concibe que haya un hombre que después de haber fumado durante tantos años como yo lo he hecho, sea incapaz de descubrir todo un sistema para el tratamiento que debe dispensarse a las mujeres, en el fondo de su cigarrera? Sígueme con atención y te probaré la cosa en dos palabras. Tú escoges, por ejemplo, un cigarro; lo pruebas y te desagrada. ¿Qué haces, entonces? Lo tiras y ensayas otro. Ahora bien, observa ahora la aplicación del sistema. Tú escoges una mujer, la pruebas y ésta destroza tu corazón. ¡Tonto! , aprende de tu cigarrera. ¡Arrójala de tu lado y ensaya otra! Yo sacudí la cabeza negativamente. Maravillosamente ingenioso, me atrevo a decir, pero mi experiencia personal se hallaba totalmente en pugna con ese procedimiento. -En tiempos de la difunta Mrs. Betteredge -le dije- me sentí inclinado innumerables veces a poner en práctica su filosofía, Mr. Franklin. Pero la ley insiste en que debe uno seguir fumando su cigarro, luego de haber escogido. "La piedra lunar" (1868)
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07. -Al ofrecer sus consejos a mi esposa, señor Nungent -dijo el rector-, debe usted permitirme que le comente que su consejo habría tenido más fuerza en lo práctico sido el de un hombre casado. Le ruego que me permita recordarle...- ¿Me ruega que le permita recordarme que es el consejo de un soltero? ¡Vamos, por favor! Eso sí que no tiene ni pies ni cabeza a estas horas del día. (...) ¿Qué es ese impreso que tiene ahí, sobre la repisa de la chimenea? Una valoración de impuestos. ¡Ja! Una valoración de impuestos nos vendrá que ni pintada. Usted no tiene ni un escaño en la Cámara de los Comunes, y tampoco es el Canciller del Tesoro. A pesar de eso, ¿No tiene usted una opinión formada sobre el sistema fiscal? ¿Es que debemos estar sentados usted y yo en el Parlamento de la nación para presumir de que hemos visto que la débil Constitución británica a punto de exhalar su último suspiro...? "La pobre señorita Finch" (1872)
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08. -Soy un enigma viviente... Y usted quiere conocer la clave -dijo. La clave está, como dicen los ingleses, en una cáscara de avellana. Existe la errónea creencia de que los meridionales poseen una gran imaginación. Jamás ha habido equivocación más grande. No encontrará usted personas menos imaginativas que italianos, griegos o españoles. Para todo lo fantástico, para lo espiritual, son espíritus muertos. De vez en cuando nace un genio entre ellos, y esta excepción confirma la regla. Pues bien, yo, sin ser un genio, soy, a mi manera, una de esas excepciones. Poseo esa imaginación tan común entre ingleses y alemanes y tan rara entre italianos, españoles y demás meridionales. ¿Y cuál es el resultado? En mí se ha convertido en una enfermedad. Estoy llena de presentimientos que hacen terrible esta desdichada vida mía. No importa ahora cuáles son. Basta con decir que me dominan por completo...Me empujan por mar y tierra según su capricho. ¡Ahora mismo estoy siendo presa de ellos y me torturan! "El hotel de los horrores" (1878)
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09. Las lágrimas corrieron por su rostro. Su mano temblorosa buscó el apoyo de la mesa para poder sostenerse, mientras me tendía la otra. La tomé entre las mías, estrechándola con firmeza. Cayó mi cabeza sobre aquella mano fría. Mis lágrimas la humedecieron y mis labios se apretaron contra ella. No fue un beso de amor. Fue una contracción de agonía desesperada. -Déjeme usted, por amor de Dios -dijo débilmente. Aquellas palabras fueron la confesión de sus sentimientos. No tenía el derecho de oírlas ni de contestar a ellas. Al confesar su sagrada debilidad, me arrojaba de aquel lugar. Todo había concluido. Dejé caer su mano y no dije nada más. Las lágrimas que cegaban mis ojos me impedían verla, y las enjugué para contemplarla por última vez. Vi cómo se dejó caer sobre una silla. Se apoyaron sus brazos sobre la mesa y la rubia cabeza se desplomó pesadamente sobre ellos. Una mirada más de eterna despedida y se cerró la puerta tras de mí. Había empezado a abrirse entre nosotros el inmenso abismo de la separación. La imagen de Laura Fairlie pasaba desde ese momento a ser el más querido de todos mis recuerdos. "La dama de blanco" (1860)
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10. Son pocos los hombres que no pasan en secreto por algunos momentos de intenso sentimiento, momentos en que, en medio de las desdichadas trivialidades e hipocresías de la sociedad moderna, se les presenta mentalmente la imagen de una mujer pura, inocente, generosa, sincera; una mujer cuyas emociones sigan siendo cálidas, capaces de causar impresión, y cuyos afectos y cuya simpatía puedan aún traslucir en sus actos y así dar color a sus pensamientos; una mujer en la cual podamos depositar una fe y una confianza tan plenas como si aún fuéramos niños, a la cual desesperamos de hallar cerca de las endurecedoras influencias de este mundo, a la cual a duras penas nos aventuramos a buscar, salvo en aquellos lugares solitarios y alejados, en el campo, en pequeños y recónditos altares rurales, al margen de la sociedad, entre bosques y cultivos, en cerros desiertos y lejanos. Así era en el caso de mi hermana. Por donde quiera que fuese, aun sin tener la inclinación natural ni la ambición de brillar, eclipsaba a otras mujeres que la aventajaban por belleza, por formación, por lucimiento en las costumbres y en la conversación, pues conquistaba sin otra arma que el puro encanto femenino de cuanto decía y de cuanto hacía. "Basil" (1852)
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11. El pequeño latido de la vida en mi interior y el gran corazón de la ciudad que me rodeaba parecían decaer al unísono. "La dama de blanco" (1860)
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12. Ha apelado a mi amistad, y las obligaciones que impone la amistad son sagradas para mí. "La dama de blanco" (1860)