01. ¡Qué fácil era morirse para algunos! Bastaba con que viniera un tren malvado, y listo. ¡Y qué difícil era ir al cielo para mí! Todo el mundo me sujetaba las piernas y no me dejaban ir.
02. Abrió los ojos y miro a quien tenía a su lado, un anciano de cabellos blancos y rostro muy sereno, pensó que ese rostro daría un bello dibujo, porque el sol brillaba más en sus cabellos y creaba más luz en sus ojos cansados...
03. Si había lluvia, él se encogía más en su tristeza y no tenía deseos de hacer nada. Hasta parecía que la pereza se pegaba en la punta de cada dedo de su monotonía, y la hamaca – red del alma se armaba en los ganchos de la indiferencia.
04. El anciano volvió a hablar, pero pedro permanecía con los ojos cerrados. -También yo quiero mucho a esta plaza de la república. Sus palomas, sus árboles, los viejos plátanos que mueren día a día, sus criaturas. Y, sobre todo, el palacio japonés.
05. ¿No cree en los motivos, en la inspiración? -En verdad, ni en mí mismo creo. Parece que no deseara nada más. Que hubiera llegado al punto máximo sin realizar nada, a no ser...- ¿Qué? -Haber alcanzado el límite de la mediocridad... Solamente eso.
06. ¿Qué edad tienes, Tetsuo? Tu sabiduría me confunde. -Ocho años, a pesar de que mi fragilidad me hace aparentar menos, ¿No? Pero no importa: la verdad es que tengo ochenta, ochocientos, quizá más de ocho mil años; Es decir, la misma edad del primer hombre.
07. La casa se fue vistiendo de silencio, como si la muerte tuviese pasos de seda. No hacían ruido. Todo el mundo hablaba en voz baja. Mamá se quedaba casi toda la noche cerca de mí. Pero yo no me olvidaba de él. De sus carcajadas. De su diferente pronunciación. Hasta los gritos de los grillos, allá fuera, imitaban el trac, trac de su barba. No podía dejar de pensar en él. Ahora ya sabía lo que era el dolor. Dolor no de recibir golpes hasta desmayarse. No de cortarse el pie con un pedazo de vidrio y recibir puntos en la farmacia. Dolor era eso que llenaba todo el corazón, con lo que la gente tenía que morirse, sin poder contarle a nadie el secreto. Dolor era lo que me daba esa debilidad en los brazos, en la cabeza, hasta en el deseo de dar vuelta la cabeza en la almohada.