01. Hace algún tiempo hesité si debería abrir estas memorias por el principio o por el fin, es decir, si pondría en primer lugar mi nacimiento o mi muerte. Suponiendo que el uso vulgar sea empezar por el nacimiento, dos consideraciones me llevaron a adoptar distinto método: la primera es que no soy propiamente un autor difunto pero un difunto autor, para quienes el sepulcro ha sido otra cuna; la segunda es que el escrito quedaría así más galante y más nuevo. Moisés, que también ha contado su muerte, no la ha puesto al introito, pero al cabo: distinción radical entre este libro y el Pentateuco.
02. Los ojos, vivos y resueltos, eran mi rasgo verdaderamente masculino. Como ostentase cierta arrogancia, no se distinguía bien si yo era un jovenzuelo con humos de hombre o un hombre con aires de niño. Con todo, era un lindo muchacho, lindo y audaz, que entraba en la vida con botas y espuelas, chicote en la mano y sangre en las venas, cabalgando un corcel nervioso, erguido, veloz, como el corcel de las antiguas baladas, que el romanticismo fine a buscar en el castillo medieval, para dar con él en las calles de nuestro siglo. Lo peor es que lo cansaron a tal punto que fue preciso dejarlo al margen, donde el realismo vino a encontrarlo, roído por la miseria y los gusanos, y, por compasión, lo transportó a sus libros.