01. En las ramas superiores de aquel árbol gigantesco, la mona apretó contra sí el gimoteante chiquillo y el instinto, tan predominante en el ánimo de aquella fiera como lo había sido en el de la tierna y hermosa madre -el instinto del amor materno-, no tardó en transmitir sus ondas tranquilizadoras al cerebro medio formado del cachorro de hombre, que al instante dejó de llorar. Después, el hambre colmó el foso que los separaba y el hijo de un lord inglés y una dama inglesa se amamantó en el pecho de Kala, la gran mona salvaje. "Tarzán de los monos" (1912)
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02. Nunca había sido un hombre enamoradizo, siendo más aficionado a las empresas bélicas y a las luchas que al coqueteo, y según mi opinión era ridículo que uno suspirase apretando en su mano un guante perfumado, cuatro tallas más pequeño que los suyos, o besando una flor marchita que ya empezaba a oler como un repollo. Por eso no supe qué hacer en aquella ocasión. Realmente hubiera preferido afrontar mil veces la furia de las hordas salvajes, que habitan en las simas del mar muerto, a sostener la mirada de la hermosa joven y decirle lo que le debía decir. "Los dioses de Marte" (1913)
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03. El cabecilla de los hombres planta cargó contra el pequeño grupo, y su sistema de ataque fue tan curioso como efectivo, debiendo su poderosa eficacia a su propia rareza, ya que la manera de combatir de los guerreros verdes era inútil para defenderles de tan singular agresión. De ello me convencí sin tardar, notando que se preparaban a resistir desorientados y sin saber con quién tenían que enfrentarse. El hombre planta se lanzó contra el grupo y, a unos doce pies de él, dio un salto para pasar exactamente encima de sus cabezas. Llevaba la poderosa cola levantada y erecta hacia un lado, y al pasar sobre los guerreros verdes la dejó caer con un terrible impulso y aplastó el cráneo de un guerrero como si se tratara de una cáscara de huevo. El grueso del horroroso rebaño iba rodeando con decisión y enorme velocidad al reducido grupo de sus víctimas. Sus prodigiosos saltos y el chillido, o mejor dicho, escalofriante alarido de sus extrañas bocas estaba calculado para confundir y aterrorizar a sus contrarios, así que en cuanto dos de ellos saltaron simultáneamente a ambos lados, el tremendo golpe de sus horribles colas no encontró resistencia y otros dos marcianos verdes cayeron, sufriendo una ignominiosa muerte. "Los dioses de Marte" (1913)