Frases de Benito Pérez Galdós - Página 5

01. Yo no soy Zumalacárregui, yo no soy lo que mi cerebro abrasado y enfermo me fingió. De repente, lo mismo que se rasga un velo, se ha roto en mi cerebro no sé qué cortina de telarañas, y aquí me tienes con una claridad en el pensar y un tino en el discurrir cual creo no los he tenido en mi vida. Pasmado estoy de que un hombre como yo, jamás inclinado a fantasías ni figuraciones, haya estado por tanto tiempo... Y a propósito de tiempo... ¿En qué día vivimos? Vuelvo del país de la necedad, donde no rigen almanaques.

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02. "Pero abuelito, parece que eres tonto. ¿Por qué estás pidiendo y pidiendo a esos tíos de los ministerios, que son unos cualesquiera y no te hacen caso? Pídeselo a Dios, ve a la iglesia, reza mucho, y verás cómo Dios te da el destino". Todos se echaron a reír; pero en el ánimo de Villaamil hizo efecto muy distinto la salida del inspirado niño. Por poco se le saltan al buen viejo las lágrimas, y dando un golpe en la mesa con el cabo del tenedor, decía: "Ese demonches de chiquillo sabe más que todos nosotros y que el mundo entero".

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03. Entré en la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, como he referido en otro lugar. Escapándome de las cátedras, ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital. Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias. Frecuentaba el Teatro Real y un café de la Puerta del Sol, donde se reunía buen golpe de mis paisanos.

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04. La puerta no se resistió mucho. Lo que empezaron los hachazos, dos docenas de coces lo concluyeron. Disparáronse al aire varios fusiles de milicianos, la turba penetró en el patio de la cárcel, rápida como un brazo de agua, rugiente y soez. Hay un grado de ferocidad que la Naturaleza no presenta en ninguna especie de animales; sólo se ve en el hombre, único ser capaz de reunir a la barbarie del hecho las ignominias y brutalidades de la palabra. Viendo a los hombres en ciertas ocasiones de delirio, no se puede menos de considerar a la hiena como un animal caritativo.

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05. Su alma sentía una ansiedad hasta entonces desconocida, como no tuviera su semejante en las vagas ansiedades de aquel amor místico que la inflamó durante los primeros días de su vida en el convento. Se preguntaba qué razón había para aquel interés por cosa que tan poco debía importarle: pero no podía darse respuesta satisfactoria. Trató de vencer aquel afán; pero contra este enemigo terrible eran débiles las armas de la razón, que hiriéndole sin matarle, le irritaban más. El enemigo se asentaba al mismo tiempo en su imaginación y en su corazón, aunque más parte ocupaba de aquella que de este.

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06. De varios vocablos sueltos y de frasecillas volantes colegimos que el señor del Bardal se guarecía bajo el manto de la religión, que bogaba en el mar de la vida, que su alma rasgaba pujante el velo del misterio, y que el muy pillín iba a romper la cadena que le ataba a la humana impureza. También oímos mucho de faros de esperanza, de puertos de refugio, de vientos bramadores y del golfo de la duda, lo que no significaba que Bardal se hubiera metido a patrón de lanchas, sino que le daba por ahí, por embarcarse en la nave de su inspiración sin rumbo, y todo era naufragios retóricos y chubascos rimados.

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07. ¿Daba gracias o le pedía misericordia? ¿Le ofrecía su vida, aceptando gustoso su martirio, que ni buscaba ni rehuía para que fuese más meritorio? Imposible será sondear aquella alma en momentos de tanta turbación. Pero si la apariencia y el rostro, el gesto reposado y la lengua muda son señales de un espíritu fuerte y sereno, Gracián tenía serenidad y fortaleza. O más bien sofocaba los estímulos de ese instinto invencible que es quizás el sello de humanidad puesto a las criaturas, instinto que nos encarece con elocuente modo las ventajas de vivir, contrapesando los alientos del espíritu, ansioso a veces de la muerte.

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08. Fúnebre y pesado velo, ¿Quién te echó sobre mí? ¿Por qué os elevasteis lentos y pavorosos sobre mi alma, pensamientos de muerte, como vapores que suben de la superficie de un lago caldeado? Y vosotras, horas de la noche, ¿Qué agravio recibisteis de mí para que me martirizarais una tras otra, implacables, pinchándome el cerebro con vuestro compás de agudos minutos? Y tú, sueño, ¿Por qué me mirabas con dorados ojos de búho haciendo cosquillas en los míos, y sin querer apagar con tu bendito soplo la antorcha que ardía en mi mente? Pero a nadie debo increpar como a vosotros, argumentos tenues de un raciocinio quisquilloso y sofístico...

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09. Andaba en los diez y ocho años y era de buena estatura, graciosa, esbelta, vivísima, muy inquieta. Su rostro, por lo común descolorido en las mejillas, revelaba un desasosiego constante, como de quien no está donde cree debe estar, y sus ojos no podían satisfacer con nada su insaciable afán de observación. Allí dentro había un espíritu de enérgica vitalidad que necesitaba emplearse constantemente. ¡Encantadora joven! A todo atendía, cual si nada ocurriese en la Creación que no fuese importantísimo; atendía a la hoja desprendida del árbol, a la mosca que pasaba zumbando, a cualquier ruido del viento o bullanga de los chicos en el camino.

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10. Quedáronle dos hermanitos, el uno de tres años, y el otro de quince meses, con los cuales hizo el papel de madre, hasta que ambos murieron, con intervalo de pocos días. Ella misma, después de cuidarles en su enfermedad con extremado celo, les había cerrado los ojos, les había vestido, les había puesto flores en las sienes y en las manos, y al fin había cerrado la caja, cuando Caifás se los llevó al camposanto de Ficóbriga. Las dos inocentes criaturas ocuparon siempre lugar muy grande en el corazón de su hermana, y esta no pasaba sin derramar lágrimas por el rústico cementerio de la villa, donde aquellos habían dejado su mortal vestidura.

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11. Los dos partidos que se han concordado para turnar pacíficamente en el poder, son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve, no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que de fijo ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos...

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12. Yo no existo...Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie.

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Emilia Pardo Bazán Juan Valera Leopoldo Alas Pío Baroja Ramón María del Valle Inclán

Benito Pérez Galdós

Benito Pérez Galdós
  • 10 de mayo de 1843
  • Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, España
  • 4 de enero de 1920
  • Madrid, España

Escritor, poeta, novelista, dramaturgo, periodista y político español, considerado el mayor representante de la novela realista del siglo XIX en España y autor de "Doña Perfecta" (1876), "Marianela" (1878), "Tormento" (1884), "Fortunata y Jacinta" (1887), "Miau" (1888) y "Realidad" (1892).

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