17 frases de En la Patagonia (In Patagonia) de Bruce Chatwin... Libro de Bruce Chatwin.
Frases de En la Patagonia Bruce Chatwin
01. Imaginé una cabaña de troncos baja, con techo de tejas, calafateada contra las tempestades, con un crepitante fuego de leña en el interior y las paredes cubiertas por los mejores libros: un lugar donde vivir cuando el resto del mundo volara en pedazos.
02. Trepé por un sendero y desde la cima miré aguas arriba en dirección a Chile. Divisaba el río, que refulgía y se deslizaba entre pendientes blancas como huesos, con franjas de cultivos color esmeralda a ambos lados. Más allá de los taludes se extendía el desierto. Sólo se oía el viento, que zumbaba entre las espinas y silbaba entre la hierba seca, y no se veía ninguna señal de vida, exceptuando un chimango y un escarabajo negro que descansaba sobre las piedras blancas.
03. El desierto patagónico no es un desierto de arena o guijarros, sino un matorral bajo de arbustos espinosos, de hojas grises, que despiden un olor amargo cuando los aplastan. A diferencia de los desiertos de Arabia no ha producido ningún desborde espiritual dramático, aunque sí ocupa un lugar en los anales de la experiencia humana.
04. Un hombre que cabalgaba por la pampa de castillo se cruzó con cuatro jinetes que guiaban una recua de caballos briosos. Eran tres gringos y un peón chileno. Portaban winchesters con culatas de madera. Uno de los jinetes era una mujer vestida de hombre. El viajero no le dio importancia: todos los gringos vestían de manera extraña.
05. Los albatros y los pingüinos son las últimas aves que se me ocurriría matar.
06. Los pingüinos son monógamos, fieles hasta la muerte. Cada pareja ocupa una parcela mínima de territorio y expulsa a los intrusos.
07. La marea subió hasta los transbordadores. El sol se ocultó tras el banco de nubes, ribeteándolas de oro, y se hundió en medio del Estrecho. Un torrente de luz azafranada hizo virar las olas del negro grasiento al verde cromo y la espuma a un verde dorado y lechoso.
08. ¡La Patagonia! Es una amante exigente. Te embruja. ¡Es una hechicera! Te atrapa en sus brazos y nunca te suelta.
09. (...) Caminé en dirección a la carretera que enfila hacia el oeste bordeando el río chubut y se prolonga hasta la cordillera. Se detuvo un camión con tres hombres en la cabina. Iban a traer un cargamento de heno de las montañas. Me zangoloteé durante toda la noche en la parte posterior y al amanecer, cubierto de polvo, vi cómo el sol se reflejaba sobre las cumbres heladas y divisé las altas laderas, lejanas, veteadas de blanco por la nieve y ennegrecidas por los bosques de hayas meridionales.
10. He caminado todo el día y el siguiente. Carretera recta, gris, polvorienta, sin tráfico. Viento implacable, que dificultaba la marcha. A veces oías un camión, estabas seguro de que era un camión, pero era el viento. O el ruido del cambio de marcha, pero también era el viento. A veces el viento sonaba como un camión vacío traqueteando sobre un puente. Incluso si un camión se hubiera acercado por atrás no lo habría oído. Y aunque hubieras tenido el viento a favor, éste habría silenciado el motor. Sólo se oía a un guanaco. Parecía un crío que intentaba llorar y estornudar simultáneamente.
11. El día terminó con un feroz crepúsculo rojo y púrpura. Repicó la campana que llamaba a cenar y los esquiladores dejaron las tijeras y corrieron a la cocina. El viejo cocinero tenía una sonrisa angelical. Me cortó media pata de cordero. -No puedo comer tanto. -Claro que puede. Se llevó las manos al vientre. Todo había terminado para él. -Tengo cáncer -dijo-. Este es mi último verano. Después del anochecer los gauchos se tumbaron sobre sus sillas de montar y se distendieron con la desenvoltura de los carnívoros bien alimentados.
12. Los aprendices arrojaban troncos de álamo dentro de una estufa de hierro sobre la que hervían dos marmitas llenas de agua para el mate. Un hombre presidía el ritual. Llenaba las calabazas marrones y calientes, y el líquido verde coronaba el borde de espuma. Los peones acariciaban sus calabazas y sorbían la infusión amarga, hablando del mate como otros hablan de mujeres.
13. (...) Se levantaba temprano y tenía el hábito de lavar la acera antes de que pasara gente. Sus vecinos lo llamaban el Argentino por su soberbia, el corte elegante de sus ropas, su afición al mate y el garbo impetuoso con que en otro tiempo había bailado el tango.
14. ¡Oh, Patagonia! -exclamó-. Tú no revelas tus secretos a los necios. Vienen expertos de Buenos Aires, incluso de Estados Unidos. ¿Y qué saben? Sólo cabe maravillarse de su incompetencia. Todavía ningún paleontólogo ha exhumado los huesos del unicornio. - ¿El unicornio? -Precisamente, el unicornio. El unicornio patagónico era contemporáneo de la megafauna extinguida del pleistoceno tardío. A los últimos unicornios los cazaron los hombres del quinto o el sexto mileno antes de Cristo hasta aniquilar la especie.
15. Apoyé la mano contra la pared. La corriente soplaba por las grietas, allí donde se había desprendido la argamasa. La cabaña de troncos era de tipo norteamericano. En la Patagonia las construían con otra técnica y no las obturaban con argamasa.
16. En un momento crucial y adverso de su vida se casó con un sueco con cara de luna. Fusionaron dos fracasos y marcharon a la deriva hacia el fin del mundo. Varados por casualidad en aquel remolino, construyeron la cabaña perfecta de Malmo, la ciudad natal de él, con sus estratégicas ventanas y sus listones verticales pintados de rojo con almagre.
17. (...) Le pregunté cómo había llegado a Argentina. -Fui enfermera durante la guerra. Me capturaron los nazis. Cuando la guerra terminó me encontré en Alemania Occidental. Me casé con un polaco que tenía familia aquí. Se encogió de hombros y me dejó conjeturar el resto. Y entonces recordé algo que me había contado una vez una amiga italiana: al terminar la guerra aún era niña y vivía en una villa próxima a Padua. Una noche oyó gritos de mujeres en la aldea. Los gritos dejaron huellas en su imaginación y, durante años, siguió despertándose por la noche y oyendo los mismos alaridos espantosos. Mucho después le preguntó a su madre el significado de los gritos y ésta le contestó: "Aquéllas eran las enfermeras rusas, las que Churchill y Roosevelt devolvieron a Stalin. Las cargaban en camiones y sabían que en su país les aguardaba la muerte".