01. Cuando no se encontraba oscurecido por los prejuicios, cosa que, por desgracia, muy pocas veces ocurría, su entendimiento era sólido y excelente. Sus pasiones eran violentas; no escatimaba fatigas para satisfacerlas y perseguía con furor a quienes se oponían a sus deseos. "El monje" (1796)
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02. ¡Escúcheme, hombre de corazón duro! ¡Escúcheme, orgulloso, severo y cruel! ¡Habría podido salvarme y devolverme la dicha y la virtud, pero no quiso! Usted es el destructor de mi alma, mi asesino, ¡Que caiga sobre usted la maldición de mi muerte y la de mi hijo aún no nacido! "El monje" (1796)
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03. Un profundo y melancólico silencio reinaba en la bóveda, y desesperé de recuperar la libertad. Mi larga abstinencia en materia de alimentos comenzó a atormentarme. Las torturas que el hambre me infligía eran las más penosas e insoportables, pero parecían crecer a cada hora que pasaba. "El monje" (1796)
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04. En ese laberinto de terrores, habría preferido refugiarse en la penumbra del ateísmo, negar la inmortalidad del alma, convencerse de que, una vez cerrados los ojos, no volvería a abrirlos, y que el mismo momento aniquilaría a la vez su alma y su cuerpo. Pero hasta ese recurso le estaba negado. "El monje" (1796)
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05. Como él se acostumbró a sus encantos, dejaron de excitar los mismos deseos que inspiraban al principio. Agotado el delirio de la pasión, Ambrosio tuvo tiempo para observar todos los defectos menudos y, donde nos los había, la saciedad lo hizo imaginarlos. El monje estaba saciado por la plenitud del goce. Apenas había transcurrido una semana cuando se cansó de su amiga. "El monje" (1796)
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06. ¡Tiembla, desorbitado hipócrita, inhumano parricida, incestuoso violador! ¡Tiembla ante la magnitud de tus crímenes! ¡Y tú eras el que se consideraba a prueba contra las tentaciones, absuelto de las fragilidades humanas y libre de los errores y el vicio! ¿Entonces el orgullo es una virtud? ¿La inhumanidad no es un pecado? ¡Sabe, hombre vano, que hace tiempo te señalé como mi presa! "El monje" (1796)
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07. (...) Nunca se supo, a lo largo de toda su vida, que violara una sola regla de su orden; no es posible encontrar la menor mancha en su conducta, y se asegura que es un observador tan estricto de su castidad que no sabe en qué consiste la diferencia entre hombre y mujer. Por consiguiente, el vulgo lo considera un santo. – ¿Eso lo hace santo a uno? –inquirió Antonia. ¡Dios me ampare! "El monje" (1796)
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08. Me es posible mezclar mi aliento al suyo, embriagarme en la contemplación de sus facciones sin que me considere sospechosa de impureza y engaño. Teme que mi seducción le haga violar sus votos. ¡Qué injusto es! Si quisiera excitar su deseo, ¿Le ocultaría con tanto cuidado mis facciones? Esas facciones de las cuales a diario le oigo decir...Se interrumpió y se sumió en sus reflexiones. "El monje" (1796)
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09. El último de estos demonios de los elementos se llama "El Rey de las Nubes"; su figura es la de un bello joven y se caracteriza por dos grandes alas negras. Aunque su aspecto es realmente encantador, no abriga mejores intenciones que los demás. Se ocupa continuamente de provocar tormentas, arrancar bosques de cuajo y derrumbar castillos y conventos sobre las cabezas de sus moradores. "El monje" (1796)
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10. Ella me escuchaba con ansia; parecía devorar mis palabras mientras yo hablaba elogiosamente de ti y sus ojos me agradecían mi cariño hacia su hermano. Por último, mis constantes e incansables atenciones me conquistaron su corazón y con dificultad logré obligarla a confesar que me amaba. Pero, cuando le propuse que nos fuésemos del castillo de Lindenberg, rechazó el proyecto en forma terminante. "El monje" (1796)
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11. El castillo, que tenía por entero a la vista, constituía un objeto a la vez horrible y pintoresco. Sus sólidas murallas, teñidas por la luna con solemne brillo, sus viejas torres, en parte ruinosas, que se elevaban hacia las nubes y que parecían mirar, ceñudas, las llanuras que las rodeaban, sus elevadas almenas recubiertas de hiedra, y los portones, abiertos en honor de la visionaria habitante, me colmaron de un triste y reverente horror. "El monje" (1796)
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12. El aire cálido le había coloreado las mejillas con un rubor más intenso que el habitual. Una sonrisa inexpresablemente dulce jugueteaba en torno de sus labios rojos y carnosos, de los cuales escapaba de tanto en tanto un dulce suspiro o una frase a medias pronunciada. Una expresión de arrebatadora inocencia y candor le envolvía el cuerpo y había una especie de modestia en su mismo descuido, que agregó nuevos acicates a los deseos del ardoroso intruso. "El monje" (1796)