01. En un jardín, las plantas florecen... pero primero deben marchitarse; los árboles tienen que perder sus hojas para que aparezcan las nuevas y para desarrollarse con más vigor. Algunos árboles mueren, pero los nuevos vástagos los reemplazan. Los jardines necesitan mucho cuidado, pero si uno siente amor por su jardín no le importa trabajar en él y esperar hasta que florezca con seguridad en la estación que corresponde.
02. A veces, cuando el viento me rozaba la frente, me invadía un intenso sentimiento de horror. En mi imaginación veía legiones de hormigas y cucarachas que se comunicaban entre sí y convergían hacia mi cabeza, hasta algún lugar debajo del cráneo, donde construirían nuevos nidos. Allí proliferarían y devorarían mis pensamientos, uno tras otro, hasta dejarme tan vacío como la corteza de una calabaza totalmente despojada de su pulpa.
03. Henos aquí en compañía de la muerte -escribió otro internado-. Tatúan a los recién llegados. A cada cual le corresponde un número. A partir de ese momento pierdes tu personalidad y te transformas en un número. No eres lo que eras antes, sino un número ambulante desprovisto de valor... Nos aproximamos a nuestras nuevas tumbas... Aquí en el campo de la muerte impera una disciplina de hierro. Nuestro cerebro se ha embotado, los pensamientos están numerados: no es posible asimilar este nuevo lenguaje...
04. A menudo los campesinos de la aldea vecina trabajaban durante un tiempo en la construcción de un campo de concentración y contaban extrañas historias. Nos decían que cuando los judíos se apeaban del tren, los dividían en varios grupos, y que luego los desnudaban y les quitaban cuanto llevaban. Les cortaban el pelo, aparentemente para rellenar colchones. Los alemanes también les miraban los dientes, y si tenían alguno de oro se lo arrancaban inmediatamente. Las cámaras de gas y los hornos no daban abasto ante la gran afluencia de gente: miles de los que perecían por efecto del gas no eran incinerados sino simplemente sepultados en fosos que rodeaban el campo.
05. Fui al zoológico para ver a un pulpo sobre el cual había leído. Estaba alojado en un acuario y se alimentaba de cangrejos y peces vivos, de almejas...Y de sí mismo. Mordisqueaba sus propios tentáculos, consumiendo uno tras otro. Evidentemente, el pulpo se suicidaba poco a poco. Un empleado del zoológico explicó que, en la región donde lo habían capturado, se le creía un dios de la guerra, que profetizaba la derrota cuando miraba hacia tierra y la victoria cuando miraba hacia el mar; ese ejemplar, afirmaban los nativos, sólo había mirado hacia la tierra cuando lo capturaron. Un hombre observó festivamente que, al comerse a sí mismo, el pulpo reconocía presuntamente su derrota. Cada vez que se mordía, algunos espectadores se estremecían, como si les devoraran sus propias carnes. Otros permanecían impasibles.
06. También empecé a entender el extraordinario éxito de los alemanes. ¿Acaso el cura no les había explica lo en una oportunidad a algunos campesinos que aun en tiempos remotos los alemanes se habían complacido en guerrear? La paz nunca les había seducido. No querían labrar la tierra, no tenían paciencia para esperar la cosecha todos los años. Preferían atacar a otras tribus y apoderarse de sus provisiones. Probablemente, los Malignos se fijaron entonces en los alemanes, quienes, ávidos por hacer daño, se vendieron masivamente a ellos. Por eso estaban dotados de magníficos talentos y habilidades. Por eso podían imponer todos sus métodos refinados de mortificación. El éxito era un círculo vicioso: cuantas más abominaciones perpetraban, más poderes secretos adquirían para cometerlas. Cuantos más poderes diabólicos tenían, más abominaciones podían perpetrar.
07. Al cabo de poco tiempo apareció en el patio un alto oficial de las SS, vestido con un uniforme negro como el hollín. Nunca había visto un uniforme tan impresionante. En el orgulloso remate de la gorra fulguraba una calavera con dos tibias cruzadas, en tanto que unas insignias en forma de rayos le adornaban el cuello. Tenía la manga cruzada por un brazalete rojo con el temerario signo de la esvástica. (...) El herido mostraba un terrible aspecto: la cara lacerada con la nariz hundida y la boca oculta por pingajos de piel. En la cuenca ocular, tenía pegados restos de hiedra y mazacotes de tierra y de estiércol de vaca. El oficial se agachó junto a esta cabeza amorfa que se reflejaba sobre la superficie brillante de las cañas de sus botas. Interrogaba al herido, o le decía algo. (...) El oficial, asqueado, se disponía a ponerse en pie, cuando el herido volvió a mover súbitamente la boca, gruñó, y luego articuló, con mucha fuerza, una palabra breve que sonó como «cerdo». Inmediatamente se desplomó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el cemento. Al oír esto los soldados se estremecieron y se miraron entre sí, estupefactos. El oficial se levantó y ladró una orden. Los soldados se cuadraron, accionaron los cerrojos de sus fusiles, se acercaron al hombre y lo acribillaron rápidamente a tiros. El cuerpo destrozado se sacudió y después se quedó inmóvil. Los soldados volvieron a cargar sus armas y se pusieron firmes.
08. Nuestro lenguaje ha perdido su capacidad de transmitir lo espontáneo.
09. Vivir es una cuestión arbitraria y tengo todo el derecho de renunciar.