Frases de Henri Dunant

01. La gente común no tiene historia: perseguidos por el momento presente, no pueden pensar en preservar la memoria del pasado.

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02. De su unión, nace la fuerza que, para miles y miles de personas ha sido, en las más graves circunstancias de calamidad: salvación, alivio, consuelo.

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03. Quien recorre este interminable teatro de los combates de ayer encuentra a cada paso, y en una confusión sin igual, indecibles desesperaciones y todo género de miserias.

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04. En medio de aquel sol abrasador, di de beber a unos, refresqué con agua las heridas de otros y consolé a los agonizantes, a quienes sus propios compañeros empujan con el pie porque estorbaban el paso.

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05. En el silencio de la noche, se oyen gemidos, suspiros ahogados llenos de angustia y de sufrimiento, desgarradoras voces que piden socorro: ¿Quién podrá jamás describir las horribles agonías de esta trágica noche?

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06. En este siglo XIX, acusado de egoísmo y de frialdad, ¡Qué señuelo para los corazones nobles y compasivos, para los ánimos caballerescos, retar los mismos peligros que el guerrero, pero con una misión de paz, de consolación y de abnegación, totalmente voluntaria!

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07. En su consternación, oficiales austríacos, llenos de desesperación y de rabia, van al encuentro de la muerte, no sin vender cara su vida; algunos, en el exceso de su pena, se suicidan, no queriendo sobrevivir a esta fatal derrota; los más no se reincorporarán al respectivo regimiento sino cubiertos de la sangre de sus heridas o de la del enemigo. Rindamos a su bravura el homenaje que merece.

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08. En tiempo de guerra, cada uno aportará su donativo o su colaboración personal para responder a los llamamientos que harán los comités; la población no permanecerá fría e indiferente cuando luchen los hijos de la patria. ¿No es la misma la sangre que en los combates se derrama y la que circula por las venas de toda la nación? Por lo tanto, no será obstáculo alguno de esta índole lo que comprometa la buena marcha de tal empresa.

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09. Al atardecer, cuando el velo del crepúsculo caía sobre ese extenso campo de estragos, más de un oficial y más de un soldado francés buscaban, aquí o allá, a un camarada, a un compatriota, a un amigo; quienes encontraban a un militar conocido, se arrodillaban a su lado, intentaban reanimarlo, le estrechaban la mano, restañaban sus heridas o rodeaban el miembro fracturado con un pañuelo, pero sin poder conseguir agua para el desventurado. ¡Cuántas lágrimas silenciosas se derramaron ese penoso atardecer, cuando se prescindía de todo falso amor propio, de todo respeto humano!

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10. Siempre es insuficiente el personal de las ambulancias militares, y seguiría siéndolo aunque se duplique o se triplique: hay que recurrir, inevitablemente, al público; no queda otro remedio; y siempre será así, porque sólo con su cooperación se puede esperar el logro de la finalidad propuesta. Por ello, he ahí un llamamiento que ha de hacerse, una súplica que ha de presentarse a los seres humanos de todos los países y de todas las categorías, tanto a los poderosos de este mundo como a los más modestos artesanos, ya que todos pueden, de uno u otro modo, cada uno en su entorno y según sus capacidades, colaborar, en cierta medida, para llevar a cabo esta buena obra.

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11. "Parecía que el viento nos hubiera empujado", decía pintorescamente un simple soldadito de infantería, para describirme el brío y el entusiasmo de sus camaradas entrando, con él, en la contienda; "el olor de pólvora, el ruido del cañón, los tambores que redoblan y los clarinazos, ¡Todo eso anima, todo eso excita! " De hecho, en esta lucha, parecía que cada hombre peleaba como si la propia reputación estuviese personalmente en juego y como si la victoria fuese asunto exclusivo de cada uno. Hay realmente un ímpetu y una bravura muy particulares en estos intrépidos suboficiales del ejército francés, para quienes los obstáculos no existen, y que, seguidos por sus soldados, acuden a los lugares más peligrosos o más expuestos, como si corrieran para no perderse una fiesta.

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12. Aunque cada casa se había convertido en una enfermería y aunque cada familia tuviese bastante que hacer asistiendo a los oficiales que había acogido, conseguí, ya el domingo por la mañana, reunir a cierto número de mujeres del pueblo, que secundan, lo mejor que pueden, los esfuerzos que se hacen para socorrer a los heridos; pues no se trata de amputaciones ni de ninguna otra operación, sino que es necesario dar de comer y, sobre todo, de beber a personas que mueren, literalmente, de hambre y de sed; además, hay que vendar las heridas, o lavar los cuerpos ensangrentados, cubiertos de barro y de parásitos, y hay que hacer todo eso en medio de fétidas y nauseabundas emanaciones, entre lamentos y alaridos de dolor, en una atmósfera rescaldada y corrompida. Se formó, bien pronto, un núcleo de voluntarios...

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Henri Dunant

Henri Dunant

Escritor, empresario, filántropo y humanista suizo fundador de la Cruz Roja, autor de "Un recuerdo de Solferino" (1862) y primer Premio Nobel de la Paz (1901).

Sobre Henri Dunant

Henri Dunant nació en el seno de una familia calvinista y sumamente solidaria, de padre empresario Jean-Jacques Dunant y madre Antoinette Dunant-Colladon.

En 1846 se unió a la Sociedad Ginebrina de las Almas y al año siguiente fundó junto a varios amigos la llamada "Asociación del Jueves", un grupo de jóvenes que se reunían para estudiar la Biblia y ayudar a los pobres.

Dadas sus malas notas en el Colegio Calvino (Collège Calvin), sus padres lo obligaron a dejar los estudios y comenzar a trabajar, ingresando como aprendiz en la casa de cambio de moneda "Lullin und Sautter" y tiempo después como empleado en un banco.

En 1852 redactó las bases de lo que tiempo después sería la "Asociación Cristiana de Hombres Jóvenes" (YMCA) y tres años después intervino en la redacción de los estatutos internacionales de la organización (1855).

En 1956 Henri Dunant creó un negocio para actuar en las colonias extranjeras, y tiempo después recibió una concesión de tierras en la Argelia ocupada por los franceses.

En 1859, mientras intentaba reunirse con Napoleón III para exponerle los problemas de sus negocios en Argelia, contempló el campo de batalla de Solferino después del enfrentamiento de los ejércitos austriaco y franco-piamontés que combatían en la guerra de unificación italiana.

Impresionado por el espectáculo de horror y por la ineficacia de los servicios sanitarios de la época, Henri Dunant escribió un libro sobre sus experiencias, "Un recuerdo de Solferino" (1862).

En "Un recuerdo de Solferino" describió la batalla, sus costes, y las caóticas circunstancias que la siguieron, desarrollando la idea de que en el futuro una organización neutral debería existir para proporcionar cuidados a los soldados heridos.

El libro y sus sugerencias fueron bien recibidas e hicieron posibles la fundación de un servicio sanitario neutral para actuar en los campos de batalla (la Cruz Roja Internacional, 1863) y la reunión de la conferencia internacional que adoptó la Convención de Ginebra sobre heridos de guerra (1864).

En 1867 quebraron sus empresas y perseguido por sus deudores debió exiliarse en Francia, donde Napoleón III le prestó apoyo incluso después de ser derrocado.

En 1892 volvió a Suiza e ingresó en el "Asilo de Ancianos de Heiden", donde vivió hasta su muerte.

En 1901 Henri Dunant recibió el primer Premio Nobel de la Paz por su papel al fundar el Movimiento Internacional de la Cruz Roja e iniciar la Convención de Ginebra, premio compartido con el pacifista francés Frédéric Passy, fundador de la Liga de la Paz.

En 1903 se le concedió un doctorado honorario por la Facultad de Medicina de la Universidad de Heidelberg.

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