01. Te he desnudado como se desnuda a una llama de alcohol entre los dedos de una pluma, sin más itinerario que tu sollozo.
02. Inutilidad de los espejos, si tus uñas revierten imágenes de hielo, donde se apaga el sol de media noche hasta la aurora boreal de tu cuerpo.
03. Dadme la espuma de los ojos claros, la nieve de los pechos altaneros que mi canción tendré para embriagaros y la noche de miel para venteros.
04. Tú, sólo Tú, apenas Tú en los desvaneceres últimos de la llama de este candil de barro. Río de miel dorada para ahogarme, Tú eres hecha para morderte de amor como un cigarro.
05. (...) Mas nunca pude saber, a pesar de la lupa de aumento con que miraba y examinaba el poema acabado, qué brújula infatigable me había conducido en esta pequeña y grande odisea.
06. Sobre tu espalda eléctrica eché mis dados: ¡Ases! Ases de tu sonrisa de azufre y tus descalzos pies sobre la caldera de la noche. Fugaces clavos titiriteros de tus pezones falsos.
07. ¡Hombre de América! Hombre torrente y cataclismo, con una mordedura de llamas en el pecho. ¡Naciste de una piedra que rodaba al abismo y eres un ventisquero con dos garras de helecho!
08. Contemplando mi obra desde mi actual perspectiva, puedo afirmar con cierto escepticismo melancólico que toda poesía es un perpetuo recomienzo de algo que no nunca está ni acabado ni saciado.
09. Este durar en el aire, este finar en la tierra, la pubertad de los ángeles, la vejez de las estrellas, la fábula de las nubes, la rondalla de la arena, iguales y desiguales, ¿Qué son si no son apenas presagios de eternidades y memorias de presencias?
10. ¿Qué pueden nuestras manos diestra y siniestra contra esta madurez de la muerte en zafra de tormentas? Si hay un reloj menudo que nos roe, burbuja con las patas de abeja y una fugaz respiración de hormiga, el corazón de almendra, cada vez más enfermo de altura eterna.
11. La noche suena como un órgano. Mis manos incandescen. He apretado los troncos de los árboles. Estrangulé los torsos de las mujeres y rompí la tierra como un vientre. ¡Hoy, hoy! ¡Trueno, sorbo de Dios! Mis brazos se agigantan como trombas oceánicas. Y estoy solo ante mi eternidad, como los dólmenes.
12. Cuando he escrito poesía y aquello me aconteció desde mi remota infancia, con frecuencia olvidé, sin saberlo, a la razón lógica en el desván de las cosas inútiles y me entregué al estremecido oleaje de la palabra, tan sólo seducido por la sorpresa del hallazgo o deslumbrado por el destello de la invención.