01. Es evidente que yo nunca habría sido escritora si, con diez u once años, no hubiera podido proseguir mis estudios secundarios; pero ese pequeño milagro fue posible gracias a mi padre maestro, hombre de ruptura y modernidad frente al conformismo musulmán que, con toda certeza, me habría destinado al encierro de las doncellas núbiles.
02. Quisiera presentarme ante ustedes simplemente como una mujer escritora nacida en Argelia, ese país tumultuoso y desgarrado. Fui educada en la fe musulmana, la de mis antepasados, que me moldeó afectiva y espiritualmente, pero a la que, debo confesarlo, me enfrento a causa de sus prohibiciones, de las cuales aún no me he liberado del todo.
03. La libertad de moverse y desplazarse. Esa es para mí la primera de las libertades: la sorprendente posibilidad de disponer de uno mismo para ir y venir, de dentro afuera, de los lugares privados a los públicos y viceversa. Esto que parece algo tan simple hoy en día para los adolescentes europeos, a comienzos de la década de los años cincuenta fue para mí un lujo increíble.
04. Mi lengua original, la de todo el Magreb –es decir, el bereber, la lengua de Antinea, la reina de los tuaregs, entre los que el matriarcado fue la regla durante mucho tiempo, la lengua de Yugurta, símbolo máximo del espíritu de resistencia contra el imperialismo romano-, esa lengua que no puedo olvidar, cuya musicalidad llevo siempre presente, pero que, sin embargo, no hablo, es, a mi pesar, mi manera íntima de decir "no": como mujer, pero, sobre todo, me parece, en mi esfuerzo sostenido de escritora.
05. Las jovencitas de mi época -poco antes de que la tierra natal se liberara del yugo de la colonia-, mientras que el hombre sigue teniendo derecho a cuatro esposas legítimas, contamos con cuatro idiomas para expresar nuestros deseos, antes de jadear: el francés para la escritura secreta, el árabe para nuestros sofocados suspiros hacia Dios, el líbico berebere cuando imaginamos volver a encontrar a nuestros ancestrales ídolos maternos. El cuarto idioma, para todas, jóvenes o viejas, prisioneras o semiemancipadas, sigue siendo el del cuerpo, que la mirada de los vecinos, de los primos, pretende hacer sordo y ciego, puesto que ya no pueden encarcelarlo por completo; el cuerpo que, en los trances, danzas o vociferaciones, en accesos de esperanza o desesperanza, se rebela, busca, como analfabeta, en cuál orilla está el destino de su mensaje de amor.