Gabriel García Márquez
436. Tengo muchas reservas sobre lo que entre nosotros se dio en llamar literatura comprometida, o más exactamente la novela social, que es el punto culminante de esta literatura, porque me parece que su visión limitada del mundo y de la vida no ha servido, políticamente hablando, de nada. "El olor de la guayaba" (1982), Gabriel García Márquez
437. Las secretarias me regalaron tres calzoncillos de seda con huellas de besos estampados, y una tarjeta en la que se ofrecían para quitármelos. Se me ocurrió que uno de los encantos de la vejez son las provocaciones que se permiten las amigas jóvenes que nos creen fuera de servicio. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez
438. Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez
439. Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿Para qué me sirve la poesía? "Vivir para contarla" (2002), Gabriel García Márquez
440. Siempre he creído, en fin, que los escritores no lo somos por nuestros propios méritos, sino por la desgracia de que no podemos ser otra cosa y que nuestro trabajo solitario no debe merecernos más recompensas ni más privilegios que los que merece el zapatero por hacer sus zapatos. "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
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441. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo. "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
442. Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de 20 años, macizo, con más cara de trompetista que de héroe de la patria, tenía un instinto excepcional del arte de narrar, una capacidad de síntesis y una memoria asombrosas, y bastante dignidad silvestre como para sonreírse de su propio heroísmo. "Relato de un náufrago" (1970), Gabriel García Márquez
443. El cielo estaba lleno de gaviotas que pasaban volando muy bajo. Yo sentía los fuertes aletazos sobre mi cabeza. Eran indicios inequívocos; el cambio en el color del agua, la abundancia de las gaviotas, me indicaron que esa noche debía permanecer en vela, listo a descubrir las primeras luces de la costa. "Relato de un náufrago" (1970), Gabriel García Márquez
444. En la actualidad -el alcalde proseguía con vehemencia sin ocuparse de las interrupciones- para nadie es un secreto que tres de ellos son criminales comunes, sacados de las cárceles y disfrazados de policías. Como están las cosas, no voy a correr el riesgo de echarlos a la calle a cazar un fantasma. "La mala hora" (1962), Gabriel García Márquez
445. Debemos arrojar a los océanos del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad. "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
446. (...) Su afirmación ilustraba muy bien la idea que siempre han tenido de nosotros los europeos: todo lo que no se parece a ellos les parece un error y hacen todo por corregirlo a su manera, como los Estados Unidos. Simón Bolívar, desesperado con tantos consejos e imposiciones, dijo: "Déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media". "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
447. Mi compatriota Augusto Ramírez me había dicho en el avión que es fácil saber cuándo alguien se ha vuelto viejo porque todo lo que dice lo ilustra con una anécdota. Si es así, le dije, yo nací ya viejo, y todos mis libros son seniles. Una prueba de eso lo son estas notas. "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
448. Entonces veo otra vez la calle, el polvo luminoso, blanco y abrasador, que cubre las casas y que le ha dado al pueblo un lamentable aspecto de mueble arruinado. Es como si Dios hubiera declarado innecesario a Macondo y lo hubiera echado al rincón donde están los pueblos que han dejado de prestar servicio a la creación. "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
449. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. "El amor en los tiempos del cólera" (1985), Gabriel García Márquez
450. Siempre tuvo a la muerte como un riesgo profesional sin remedio. Había hecho todas sus guerras en la línea de peligro, sin sufrir ni un rasguño, y se movía en medio del fuego contrario con una serenidad tan insensata que hasta sus oficiales se conformaron con la explicación fácil de que se creía invulnerable. "El general en su laberinto" (1989), Gabriel García Márquez
451. Hoy es incontable el número de entrevistas de que he sido víctima a lo largo de cincuenta años y en medio mundo...La inmensa mayoría de las que no he podido evitar sobre cualquier tema deberán considerarse como parte importante de mis obras de ficción, porque sólo son eso: fantasías sobre mi vida. "Vivir para contarla" (2002), Gabriel García Márquez
452. El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata. "El coronel no tiene quien le escriba" (1961), Gabriel García Márquez
453. Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo único propósito parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis meses después había escrito seis cartas sin respuestas, pero se conformó con la comprobación de que él las estaba recibiendo. "Crónica de una muerte anunciada" (1981), Gabriel García Márquez
454. La mujer se desesperó. "Y mientras tanto qué comemos", preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía. -Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: -Mierda. "El coronel no tiene quien le escriba" (1961), Gabriel García Márquez
455. (...) Sin remordimiento y hasta con la satisfacción anticipada de sentir algún día el gozoso olor de su descomposición, flotando en el pueblo, sin que nadie se sintiera conmovido, alarmado o escandalizado, sino satisfecho de ver llegada la hora apetecida, deseando que la situación se prolongara hasta cuando el torcido olor del muerto saciara hasta los más recónditos resentimientos. "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
456. Era evidente que aquella noche (...) tenía deseos de recordar. Y mientras lo hacía, se tenía la impresión de que durante los años anteriores se había mantenido parada en una sola edad estática y sin tiempo y que aquella noche, al recordar, ponía otra vez en movimiento su tiempo personal y empezaba a padecer su largamente postergado proceso de envejecimiento. "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
457. Neruda, desde luego, a quien considero como el gran poeta del siglo XX en todos los idiomas. Inclusive cuando se metía en callejones difíciles -su poesía política, su poesía de guerra -, había siempre en su poesía una gran calidad. Neruda, lo he dicho otras veces, era una especie de rey Midas, todo lo que tocaba lo convertía en poesía. "El olor de la guayaba" (1982), Gabriel García Márquez
458. -La mayoría de los pasquines los arrancan antes del amanecer. -Ese es otro truco que no entiendo -dijo el juez Arcadio-. A mí no me quitaría el sueño un pasquín que nadie lee. -Esa es la cosa -dijo el secretario, deteniéndose, pues había llegado a su casa-. Lo que quita el sueño no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines. "La mala hora" (1962), Gabriel García Márquez
459. Antes que empezara a perder la vista se hacía leer de sus amanuenses, y terminó por no leer de otra manera por el fastidio que le causaban las antiparras. Pero su interés por lo que leía fue disminuyendo al mismo tiempo, y lo atribuyó, como siempre, a una causa ajena a su dominio. "Lo que pasa es que cada vez hay menos libros buenos", decía. "El general en su laberinto" (1989), Gabriel García Márquez
460. Mientras oye el tren que se pierde en la última vuelta, la señora Rebeca inclina la cabeza hacia el ventilador, atormentada por la temperatura y el resentimiento, con las aspas de su corazón girando como las paletas del ventilador (pero en sentido inverso) y murmura: "El diablo tiene la mano en todo esto", y se estremece, atada a la vida por las minúsculas raíces de lo cotidiano. "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
461. El periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
462. Hay un minuto en que se agota la siesta. Hasta la secreta, recóndita, minúscula actividad de los insectos cesa en ese instante preciso; el curso de la naturaleza se detiene; la creación tambalea al borde del caos y las mujeres se incorporan, babeando, con la flor de la almohada bordada en la mejilla, sofocadas por la temperatura y el rencor; y piensan: "Todavía es miércoles en Macondo". "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
463. El alcalde solía pasar días enteros sin comer. Simplemente lo olvidaba. Su actividad, febril en ocasiones, era tan irregular como las prolongadas épocas de ocio y aburrimiento en que vagaba por el pueblo sin propósito alguno, o se encerraba en la oficina blindada, inconsciente del transcurso del tiempo. Siempre solo, siempre un poco al garete, no tenía una afición especial, ni recordaba una época pautada por costumbres regulares. "La mala hora" (1962), Gabriel García Márquez
464. Para sentirme menos solo me puse a mirar el cuadrante de mi reloj. Eran las siete menos diez. Mucho tiempo después, como a las dos, a las tres horas, eran las siete menos cinco. Cuando el minutero llegó al número doce eran las siete en punto y el cielo estaba apretado de estrellas. Pero a mi me parecía que había transcurrido tanto tiempo que ya era hora de que empezara a amanecer. "Relato de un náufrago" (1970), Gabriel García Márquez