Gabriel García Márquez
407. Los recuerdos reales me parecían fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. "Doce cuentos peregrinos" (1992), Gabriel García Márquez
408. Las luces estaban apagadas, pero tan pronto como entré percibí el olor de mujer tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la oscuridad, y después no volví a saber de mí mismo hasta que empezaron a sonar las campanas. "Crónica de una muerte anunciada" (1981), Gabriel García Márquez
409. Eran gentes de vidas lentas, a las cuales no se les veía volverse viejas, ni enfermarse ni morir, sino que iban desvaneciéndose poco a poco en su tiempo, volviéndose recuerdos, brumas de otra época, hasta que los asimilaba el olvido. "El amor en los tiempos del cólera" (1985), Gabriel García Márquez
410. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuándo?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno. "Doce cuentos peregrinos" (1992), Gabriel García Márquez
411. Aun entonces seguía siendo un lector insaciable sin ninguna formación sistemática. Sobre todo de poesía, aun de la mala, pues en los peores ánimos estuve convencido de que la mala poesía conduce tarde o temprano a la buena. "Vivir para contarla" (2002), Gabriel García Márquez
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412. Una ráfaga ardiente me abrasó la cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez
413. Le tomé el pulso para sentirla viva. La sangre circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez
414. ¿No le produce temor una noche como ésta? ¿No tiene usted la sensación de que hay un hombre más grande que todos caminando por las plantaciones, mientras nada se mueve y todas las cosas parecen perplejas ante el paso del hombre? "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
415. (...) La india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. "Cien años de soledad" (1967), Gabriel García Márquez
416. Con la misma esperanza con que esa tarde esperé ver aviones en el horizonte, estuve esa madrugada buscando luces de barcos. Permanecí largas horas escrutando el mar; un mar tranquilo, inmenso y silencioso, pero no vi una sola luz distinta de las estrellas. "Relato de un náufrago" (1970), Gabriel García Márquez
417. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto. "Cien años de soledad" (1967), Gabriel García Márquez
418. Creían ser felices, y tal vez lo eran, hasta que uno de los dos decía una palabra de más, o daba un paso de menos, y la noche se pudría en un pleito de vándalos que desmoralizaba los mastines. "Del amor y otros demonios" (1994), Gabriel García Márquez
419. Me acordé de Macondo, de la locura de su gente que quemaba billetes en las fiestas; de la hojarasca sin dirección que lo menospreciaba todo, que se revolcaba en su ciénaga de instintos y encontraba en la disipación el sabor apetecido. "La Hojarasca" (1955), Gabriel García Márquez
420. A uno le cuesta mucho trabajo separar los elementos esenciales para hacer una síntesis poética en un ambiente que conoce demasiado, porque sabe tanto que no sabe por dónde empezar, y tiene tanto que decir que al final no sabe nada. "El olor de la guayaba" (1982), Gabriel García Márquez
421. (...) La única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. "Vivir para contarla" (2002), Gabriel García Márquez
422. Desde que obtuve mi grado de bachiller con diploma de excelencia empecé a dictar clases de castellano y latín en tres colegios públicos al mismo tiempo. Fui un mal maestro, sin formación, sin vocación ni piedad alguna por esos pobres niños. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez
423. La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no faltó quien vislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandonó el recinto amurallado y se dirigió a campo traviesa hacia el cerro de San Lázaro. "Del amor y otros demonios" (1994), Gabriel García Márquez
424. Está en mi carácter, y ya lo he dicho en muchas entrevistas: nunca, en ninguna circunstancia, he olvidado que en la verdad de mi alma no soy nadie más ni seré nadie más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca. "El olor de la guayaba" (1982), Gabriel García Márquez
425. Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez
426. En ese tono es fácil imaginarse cuál sería la sorpresa de Luisa Santiaga una noche de baile en la que el telegrafista atrevido se quitó la flor que llevaba en el ojal de la solapa, y le dijo: -Le entrego mi vida en esta rosa. "Vivir para contarla" (2002), Gabriel García Márquez
427. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas...El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. "Cien años de soledad" (1967), Gabriel García Márquez
428. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños. -Sólo la poesía es clarividente -dijo. "Doce cuentos peregrinos" (1992), Gabriel García Márquez
429. Hay un momento en que todos los obstáculos se derrumban, todos los conflictos se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida nada mejor que escribir. Eso es lo que yo llamaría inspiración. "El olor de la guayaba" (1982), Gabriel García Márquez
430. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: "Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo". Quizás la hora había llegado. "Doce cuentos peregrinos" (1992), Gabriel García Márquez
431. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización. "Doce cuentos peregrinos" (1992), Gabriel García Márquez
432. Dos dones naturales nos han ayudado a sortear los vacíos de nuestra condición cultural, a buscar a tientas una identidad y a encontrar la verdad en las brumas de la incertidumbre. Uno es el don de la creatividad. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. "Yo no vengo a decir un discurso" (2010), Gabriel García Márquez
433. Locamente enamorados al cabo de tantos años de complicidad estéril, gozaban con el milagro de quererse tanto en la mesa como en la cama, y llegaron a ser tan felices, que todavía cuando eran dos ancianos agotados seguían retozando como conejitos y peleándose como perros. "Cien años de soledad" (1967), Gabriel García Márquez
434. Empecé a escribir por casualidad, quizá sólo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores. Después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir. "El olor de la guayaba" (1982), Gabriel García Márquez
435. Nunca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida. "Memoria de mis putas tristes" (2004), Gabriel García Márquez